domingo, 1 de marzo de 2009

Descomposición del arco iris


Los colores recorrieron su garganta para depositarse en el cieno. La amplia circunferencia del suicidio no podía competir con el absurdo inicio del espasmo final. Georgina no merecía morir de esa manera. Aquel charco inmundo donde acabaron sus latidos reverberó entonces por la rabia de mis botas. Me parecía una obscenidad execrable condenar al arco iris a compartir la miseria impertérrita del barro; rodearlo de la misma mugre que es capaz de exorcizar con su sola presencia. Pero esta vez no fue suficiente. Su belleza estaba enferma. Se diría que era la hermosura en persona la que agonizaba con el frío cuerpo. Que vomitaba sus pútridos excesos en una marea aceitosa que conseguía el disparate de contaminar la pura porquería.

¿Qué esperanza podía albergar si en un día de lluvia el sol me acribillaba con semejante recuerdo?¿Qué infiernos debería visitar para desplazar la demencial paleta del primer puesto de mi escala del horror?¿Cuándo dejará el sueño de atormentarme con el fiel recorrido por todo el proceso que yo no quise evitar?

La almohada no ha olvidado ni una sola de las ocasiones en que mi estupidez bloqueó las posibilidades de trascender el mero testimonio. Se recrea en ellas lentamente para que deguste la amargura de cada uno de los detalles. Si no escojo el insomnio, Georgina me pide auxilio sin misericordia. Antes de entregarme a la resignación de asumir mi castigo perpetuo voy a intervenir en los hechos, aunque sólo sea en mi pesadilla. He de admitir que ni siquiera lo había intentado todavía. Tal es el grado de parálisis con el que actúo.


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