viernes, 31 de diciembre de 2010

Que me palpen de armas

Se acaba este año 2010 tan terrible. Quisiera despedirme de él y darle la bienvenida al 2011, deseando que sea lo más luminoso posible, con algunas palabras que nos conforten y den esperanza. Para ello os ofrezco este poético y lúcido texto que descubrí hace 16 años. El autor es un escritor, poeta y actor argentino: Oscar Martínez, que se hizo acompañar por el músico Lito Vitale. Cada una de estas palabras las siento como mías y no puedo estar más en sintonía con lo que expone: La única vía para salvarse de la locura de este mundo es el amor. Escuchad la voz del propio Oscar recitando su texto, es una experiencia que os conectará con vuestra alma de una forma estremecedora. Abajo os dejo el tema en audio. ¡Besos para todos!

Creo en el amor como en la experiencia más maravillosa de la existencia y como generador de toda clase de alegría; y en el amor correspondido como la felicidad misma. Pero no fui educado para él, ni para la felicidad, ni para el placer. Porque fui advertido malamente contra la entrega y el gozoso abandono que supone.

Cada día entonces, todavía, es una ardua conquista, una transgresión, una desobediencia debida a mi mismo, una porfía. La laboriosa tarea de desaprender lo aprendido, el desacato a aquel mandato primario y fatal, aquel dictamen según el cual se gana o se pierde, se ama o se es amado, se mata o se muere.

La vida, por tanto, no me ha endurecido. Ese sea tal vez mi mayor logro. Que me palpen de armas. Dejo a un lado, si es que alguna vez tuve o me queda, toda arma que sirva para volverse temible, para someter, para acumular, para ser poderoso, para triunfar en un mundo de mano armada en el que la felicidad se compra con tarjeta de crédito.

No quiero que la lucidez me cueste la alegría, ni que la alegría suponga la negación o la ceguera. Pero no me es fácil. Me cuesta vivir a contratiempo, con la sensación de ser testigo de un desatino histórico gigantesco, de un extravío descomunal, tan irracional, absurdo o desolador como la bomba de neutrones.

No entiendo al mundo. Me parece, como dice Serrat, que ha caído en manos de unos locos con carnet. Me siento ajeno a la debacle pero en medio de ella. Mi vida es apenas un instante en el océano del tiempo, y es como si quisiera que ese instante fuera sereno y hondo en medio de una ensordecedora discoteca o de un holocausto definitivo siempre a punto de estallar.

Me desazona la banalización de la vida, el pavoneo de la insensatez, el triunfo de la prepotencia y de la ostentación, la deshumanización salvaje de los poderosos, la aceptación y el elogio del "sálvese quien pueda", la práctica y la prédica del desamor y de la histeria. Me descorazona la idiotez colectiva, la idealización de lo superfluo, el asesinato de la inocencia, el descuido suicida de lo poco que merecería nuestro mayor esmero, el desconocimiento o el olvido de nuestra propia condición.

Me conmovió no hace mucho que el cosmólogo Sagan, en un artículo extenso, escrito como desde un punto perdido en el infinito del espacio, desde el cual el mundo se observa como una bolita cachuza, terminara diciéndonos: "Besen a sus hijos". Escuchemos a estos hombres, sigámoslos, leamos a los poetas; no permitamos que el misterio de la existencia deje de estremecernos cada día, porque es el costo más alto que podemos pagar por nuestra necedad y nuestra omnipotencia.

La vida de un árbol merece nuestra devoción y nuestro más grande regocijo. Al amparo gozoso de su sombra, acariciados por la tibieza de la luz del sol y arrumados por el sonido mágico e irrepetible de su follaje mecido por la mano invisible del viento, estaremos a salvo de la alienación y de la orfandad; siempre y cuando seamos capaces de apreciar esa gloria, mientras nos sea posible, y de reconocer en ella nuestra mayor riqueza.

Que la muerte no nos hiera en vida, que la ferocidad no nos pueda el alma, que nada troque nuestra dicha de estar despiertos, que una caricia nos atraviese como una flecha jubilosa y radiante. Besemos a los que amamos, amémonos.



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