Mis caminatas matutinas me han aportado un nuevo y suculento aliciente: la caza de los espárragos silvestres. Bajo este agradable solete mediterráneo; con la primavera ganándole terreno a los rigores del invierno; tras unas jornadas de lluvia suave e insistente; la tierra nos brinda uno de sus productos más humildes y prolíficos. Y es que, ¿quién puede ignorar esa saeta verde que destaca sobre la maleza?¿Quién puede pasar de largo y no cortar el tallo con un leve golpe de muñeca que produce un irresistible crujido?
Cuando mi mano sujeta el primer espárrago ya sé que no habrá vuelta atrás. No puede ser que se quede solo. Hay que coger al menos la cantidad que permita una tortilla... Y ya me teneis rebuscando entre ramas llenas de pinchos, arañándome las manos; bajando por terraplenes para arrancar los ejemplares que me llaman; maldiciendo a todos los domingueros que se me adelantaron y robaron los más hermosos; perdiéndome entre los pinos para hallar rutas secretas jamás holladas por mis competidores; adoptando posturas en precario equilibrio entre las chumberas; extasiándome por recoger una docena en un rodal vírgen; y comprobando, con orgullo, que mis dedos ya casi no pueden abarcar el perímetro del manojo.
Mucho se habla de los que recogen moras u otros frutos silvestres; de los que salen a buscar caracoles tras una buena tormenta; de los que amaestran un cerdo para encontrar trufas; y los aficionados a las setas tienen incluso su propio programa de televisión en Catalunya. Pero yo quiero reivindicar la recolecta del espárrago como el más auténtico deporte de disfrute primaveral.