miércoles, 28 de enero de 2009

La ciencia del beso



El beso marca la frontera entre la seducción
y el goce físico con otra persona.

Es la llave de paso al territorio de misterios
anunciado con nuestros movimientos
palabras
y miradas.

El beso comienza con la idea del beso.

El deseo se abre paso en la mente y ésta manda órdenes precisas para prepararlo.

Los párpados se entrecierran
Las pupilas se dilatan
Y vemos al otro en una nebulosa brillante.

El calor se extiende desde el bajo vientre
y va escalando por la columna,
erizándonos el vello hasta la nuca.

Los labios reciben un extra de sangre
Se encienden
Se entreabren
Se frotan dulcemente para humedecerse.

La lengua saborea las esencias del momento
Se agita en su prisión
Empuja desde dentro para asomarse al exterior
Y la retenemos
turbados
mordiéndonos ligeramente el labio inferior.

Cerramos los ojos un instante
y sentimos el rítmico golpeteo del corazón
en lo más profundo de nuestras sienes.
Aun en medio del más ensodecedor caos,
este instante sagrado está presidido por el silencio.

Las respiraciones juegan ya a sincronizar el compás.

Las manos desbordan la distancia entre los cuerpos,
y capturan al contrario,
que opone una tenue resistencia.

Las pupilas buscan sus antagonistas
mientras un temblor exquisito
sacude nuestra anatomía.

Acercamos las mejillas
hasta que las comisuras
de la boca llegan a rozarse.

Olisqueamos el cuello con detenimiento.

Deslizamos los dedos entre el cabello opuesto.

Afianzamos la presa por la cabeza.

Calculamos la distancia midiéndola con la nariz.
Los dos apéndices describen
una mínima danza circular.

Ladeamos ligeramente el rostro
hasta que las bocas
se alinean satisfactoriamente.


El beso estalla en la promesa del beso.

Permitimos
al fin
que los labios ejecuten
su ruta de colisión.

Y entonces

dejamos que se cumpla el beso.

lunes, 26 de enero de 2009

Fin del año de la rata

Hace unos días os anticipé que dejaría el resumen del año pasado para más adelante. Ahora ha llegado el momento. Con la medianoche ha terminado el año de la rata, según la tradición china.

El año, que empezó el 7 de febrero con un prometedor eclipse de sol, me ha sacudido en todas las direcciones, me ha dado la vuelta como a un calcetín y me ha colocado en el principio de un nuevo tablero de juego para que me las componga solo. Mis decisiones han marcado el devenir de estos meses. Por vez primera, aunque muchas veces equivocado, desorientado y ansioso, me he atrevido a lanzarme a vivir sin lamentarme de nada. Y al asumir la vida, he tenido que enfrentarme con la muerte en varias de sus formas, puesto que ambas cosas son socios indisolubles. He dejado un trabajo que ya no me aportaba más que un sueldo mensual. He abandonado la que ha sido mi casa durante diez años porque ya no era mi hogar. He cortado el vínculo con varias personas queridas para poder llevar la relación a otra dimensión en la que desaparezca la dependencia de ambas partes. Y acabo de regresar del entierro de mi abuelo, que se ha ido con una dignidad envidiable.

Me he dejado embriagar por los cambios para que pueda entender qué es lo que no puedo cambiar y lo valore en su justa medida; y lo disfrute; y para que me entregue a la naturaleza de mi esencia sin pudor ni recelo.

He tropezado, he errado, he sido inconsciente, pero he dejado de ocultar mi inseguridad a los demás. He mostrado mi debilidad sin vergüenza y eso me ha hecho más fuerte cuando me he levantado.

He sentido el amor en sus múltiples facetas: la pasión exultante, el amor imperecedero y limpio, la complicidad insobornable de los amigos, la reconfortante cercanía y confianza de algunos recién conocidos, el refugio emocional de la familia, y el amor incondicional que tiene la vida por todas sus criaturas. Y quiero más. Quiero darme más.

Sólo puedo dar las gracias por todo lo que me ha pasado. Gracias por la oportunidad de aprender tantas cosas. Gracias por demostrarme que el universo cambia cuando le sonríes. Gracias por esta montaña rusa de emociones que ahora se prepara para un nuevo recorrido.

Hace algunos meses, cuando estaba sumido en la ansiedad por saber qué es lo que iba a hacer con mi vida, salí por la mañana para ir a trabajar. Caminando por la acera, observé que había un animal avanzando hacia mí unos metros más allá: era una rata enorme. Lejos de asustarme, seguí mi camino esperando que ella saliera corriendo a perderse debajo de un coche o por la esquina opuesta. El roedor me vio y se detuvo. No tardará en huir, pensé. Y seguí acercándome, pero no se movió. Para mi asombro, siguió en el mismo sitio cuando llegué a su altura. Entonces me detuve junto ella y, sonriendo, la saludé con respeto. Después, ambos seguimos nuestras respectivas rutas. Y entonces sí, me sentí rata por un momento.

Brindo por el año de la rata.

Amigos búfalos, ahora empieza vuestro año. Preparaos.

martes, 20 de enero de 2009

Dernier bisou à Pépé


La noticia de tu partida me llegó en el grito desolado de mi madre. Era un lamento sin palabras que contenía la identidad de su protagonista. No había duda de que la más triste de las canciones estaba dedicada a ti.

Entonces supe que ya era tarde. Ya no podrías contarme tu historia. Ya no podría escribirla y contarla al mundo.

Yo, que me divierto inventando biografías de personajes inexistentes con los retazos de otras vidas que deambulan por mi memoria. Yo, que no soy más que un aprendiz de narrador de historias. Yo, que fantaseaba con la idea de encerrarme contigo y con mémée durante unos meses, para dejar constancia de todo el saber que atesoras y que ahora te has llevado contigo. Yo, he llegado tarde.

Quizá la lección más importante que nos legas no sea todo el conocimiento sobre el trabajo en el campo, y todas esas anécdotas que han permanecido bien archivadas en tu memoria durante 85 años. No. Creo que lo más importante es el ejemplo de tu vida y tu muerte. El humilde sacrificio con el que entregaste tu salud a la tierra, y la ecuánime generosidad con la que repartiste amor a toda tu descendencia, no van a ser olvidados jamás por los que te han conocido y querido.

La vida te recompensó con el privilegio de una dulce partida en la casa en la que naciste y que jamás abandonaste. Y ya no lo harás. Tu cuerpo reposa ahora bajo la tierra, pero he podido sentir tu espíritu impregnando de paz, serenidad y “joie de vivre” cada rincón de tu hogar.

Bajo una preciosa noche estrellada fui a despedirme de ti, ante el camino que llevaba a tu amada viña. Y noté que seguías ahí, que estabas conmigo disfrutando de la belleza del cielo. Y di gracias a la vida por haberte conocido, aunque no te haya disfrutado tanto como quisiera; aunque haya llegado tarde para explicar quién has sido. Basta decir que mi corazón lo sabe.

Au revoir pépé.

Je t’aime pour toujours.

lunes, 19 de enero de 2009

Elías Broncelli


Mi nombre es Elías Broncelli. Me asomé al mundo el 14 de julio de 1945, un año después de la liberación del régimen de Mussolini. Nací en la mansión Broncelli, en Florencia, entre la colección de pinturas y esculturas de mis padres, Dante y Renata. Eran marchantes de arte. Se conocieron en una subasta de barroco italiano. Los dos pujaron por el mismo Tiziano. Afortunadamente, se enamoraron antes de arruinarse con la compra, y el cuadro pasó a ser la joya más valiosa de su colección privada. Se casaron en 1939. Mi abuelo, Salvatore Broncelli, tuvo que ejercer toda su influencia para que mi padre no fuera enviado al frente abisinio. Aunque fui a la escuela, mis padres no se conformaban con la educación que allí recibía. Hicieron todo lo posible por trasladarme su amor al arte y a la música. Mi madre tocaba el piano y mi padre cantaba. Se esforzaron mucho en explicarme la gran suerte que tenía de vivir así, cuando había tanta miseria en el país. Para ellos el arte hacía la vida más bella a los demás. Un artista tenía un deber casi sagrado de propagar su arte generosamente, sin escatimar su genio. Las obras han de manar como una fuente, me decían, no puedes embalsarlas. Tienes un don y has de ser consecuente con él. No lo escatimes a los demás. Ese don era la música.

No tuve hermanos. Una infección tras mi nacimiento fue la causa. Mi madre se sentía culpable por no poder ofrecerlos, pero mi padre siempre le espetaba que ya había parido una obra de arte y que era dichoso por poder verla crecer. Los adoraba. Eran mis verdaderos maestros y más tarde fueron mis mayores amigos. Recuerdo su inmensa felicidad al ofrecerles mi primera interpretación de violín. El instrumento había pertenecido al bisabuelo Taschi, el abuelo de mi madre, y ya no me despegué de él.

En la escuela nunca tuve problemas con las asignaturas, aunque sí alguno con los profesores. En concreto con el señor Finguione, de historia, con el que tuve varias discusiones acerca de hechos que mis padres me detallaban en su formación paralela. Algunos alumnos me tenían manía porque lo sabía todo, pero era más fuerte su admiración por alguien capaz de enfrentarse a Finguione. Además, en los recreos los distraía con juegos de manos, acertijos cómicos y mis imitaciones de todo el profesorado.

A los cinco años entré en el conservatorio. Cada domingo mis padres se sentaban en el salón del Tiziano para escuchar mis progresos. Siempre pedían bises de los conciertos de Vivaldi y Albinoni y yo les complacía. Hasta que, a los dieciséis años, Ángela Branduardi me abrió la puerta hacia otra dimensión. Ángela tenía dos años más que yo y estudiaba chelo. Era nuestro último año en el conservatorio, y los dos obtuvimos la mejor nota en el examen final. Como marcaba la tradición del centro, el ganador ofrecía un concierto en el teatro de la ciudad. En esa ocasión un dueto de violin y chelo de Brahms. Después de la representación me llevó a su casa para enseñarme algo. Sus padres estaban ocupados hasta tarde en una fiesta en honor al embajador estadounidense. En el tocadiscos de Ángela las voces de dos violines se enzarzaban en un juego desenfrenado de seducción mutua. Aquellos sonidos retorcidos, revoltosos y llenos de lujuria me hipnotizaron sin remedio. Mi erección fue fulminante y devastadora. Apuntaba directamente a Ángela, pero yo no sentí vergüenza y ella tampoco apartó la mirada. Esa noche descubrí a Béla Bartók.

Fue mi obsesión por Bela la que me condujo hacia Paloma. Cuando acabé las clases me sumergí de lleno en la música. Conseguí todas las partituras del maestro Bartók y me encerré con ellas para memorizarlas y ejecutarlas con la intención de profundizar en sus enmarañados secretos. Si el artista dejaba manar su genio como una fuente, este lo hacía como una atronadora catarata que embargaba mis sentidos. Dejé de lado el barroco que tanto apreciaban mis padres y me entregué a su repertorio. Ellos no me ocultaron su preocupación por mi obsesivo comportamiento, pero no se inmiscuyeron. Sabían que estaba buscando mi camino.

Tras ofrecer conciertos por todo el norte del país, conseguí un contrato como solista para la orquesta del Teatro de la Scala de Milán. Fue una gran oportunidad profesional, pero no me sentía completo con Verdi, Rossini, Mozart y Schubert. Me faltaba Béla. A él acudía cada noche en soledad, o ante mis admiradas conquistas. En mi mente iba naciendo la idea de montar mi propio cuarteto de cuerda. Para el chelo pensé inmediatamente en Ángela Branduardi, que se entusiasmó con mi proyecto. Ángela tenía entonces veintidós espléndidos años y un anillo de compromiso con su novio de toda la vida. No volvimos a engañar al pobre Piero, pero aquella noche de pasión con Béla nos otorgaba una mágica complicidad en el escenario. Para la viola y el segundo violín obtuvimos el concurso de otros dos músicos de la Scala: Margheritta y Roberto. En las temporadas de descanso de nuestra orquesta salíamos a ofrecer recitales por las salas de conciertos de Roma, Viena, Berlín, París y Lyon. En uno de estos viajes recalamos en Oviedo, en el teatro Campoamor. Béla me había llevado hasta Paloma.

Ya en el camerino, vino a verme con lágrimas en los ojos y sin acertar a pronunciar dos palabras seguidas. Qué inolvidable fue verla aparecer balbuceando con su cámara de fotos colgando del cuello: maestro, excusi, magnífico... Estaba tan cautivado que no pude reprimir invitarla al café del teatro. Y ella estaba tan nerviosa que respondió afirmando con la cabeza mientras apretaba el obturador. Paloma consiguió destrabar su lengua para describir lo que había sentido al escucharme. Esa charla en el café fue el momento más glorioso de mi vida. No captaba el significado de todos los adjetivos, porque mi castellano no iba más allá del buenos días-gracias-por favor-adiós, pero era tan hermosa que me hubiera quedado allí toda la vida imaginándome las palabras maravillosas que me dedicaba.

Mis padres se llevaron un disgusto cuando les anuncié mi intención de fijar mi residencia en España. Creían que iba a echar por la borda un brillante porvenir en la escena italiana, pero me vieron serio y decidido a labrarme un futuro junto a Paloma, y se resignaron con mi elección. El 19 de septiembre de 1972, un año después de conocernos, se ofició la misa por nuestra boda en la iglesia de Nuestra Señora del Naranco. Al conocer a Paloma, mis padres entendieron que no quisiera separarme de ella.

Los primeros años de matrimonio fueron hermosos pero difíciles. Paloma daba clases de música en un instituto de Oviedo y se entregaba a su pasión por los collages fotográficos. Yo acepté un puesto en la orquesta local. Al principio parecía que viviéramos una fantástica ensoñación en la que los dos nos alimentábamos de amor y música, pero yo estaba encerrando mi propio genio artístico entre las estrecheces de una orquestilla de provincias, y no lo pude contener cuando me ofrecieron formar parte de la Orquesta Ciutat de Barcelona. Dije que sí antes de consultarlo con Paloma, y no supe entender su enfado al comunicárselo. Le reproché el haber abandonado mi posición privilegiada en Italia y haberme alejado de mis padres. Aquello le dolió tanto que, sin dirigirme la palabra, se fue de casa con un sonoro portazo. Mientras la oía bajar las escaleras a toda prisa supe que me había pasado y que la podía perder. Salí a buscarla bajo la lluvia gritando su nombre. Ella no se detuvo. Temí que no me lo perdonara nunca. Conseguí alcanzarla y le aseguré que renunciaría a esa oferta, que sentía haberla herido, que no soportaba la idea de vivir sin ella. Paloma me miró, con las lágrimas fundiéndose con la lluvia, y me tapó la boca. No quería que dejara escapar esa oportunidad, ni quería dejarme, sólo que la abrazara de una vez. Así, empapados, decidimos trasladarnos a Barcelona.

Bela nació el 14 de agosto de 1975. Era una niña despierta y risueña que se puso a tararear antes de pronunciar ninguna palabra. Mi padre estaba encantado con ella. La enseñaba a cantar arias de Verdi con sólo dos años. Bela no podía ver muy a menudo a sus abuelos porque Paloma tenía pánico a los aviones. Teníamos que ir hasta Asturias en coche tres veces al año. En cambio, a Florencia sólo fuimos un par de veces. Era más fácil que nos visitaran mis padres. En Barcelona, mi reputación como solista me permitió volver a formar un cuarteto de cuerda con grandes músicos. Con ellos empecé a ensayar las obras que había compuesto en mis años en España. Paloma me anunció el día del estreno que Bela tendría un hermano. Estaba pletórico. Pero mi felicidad había tocado techo.

El 23 de abril de 1981 toda mi vida dio un vuelco. Volvíamos de Asturias, de pasar la Pascua con mis suegros. Estaba anocheciendo mientras atravesábamos los Monegros, un desierto entre Zaragoza y Huesca. Yo estaba impaciente por llegar a casa porque al día siguiente ofrecía un recital en el Liceu con mi cuarteto. Bela cantaba y se balanceaba en el asiento de atrás. Paloma seguía las melodías que proponía nuestra hija. No llevaba puesto el cinturón porque le apretaba demasiado su tripa de siete meses. ¿Por qué no la obligué a abrochárselo? Me distraje un segundo viéndolas cantar y cuando devolví mis ojos a la carretera, allí había una curva repentina a la derecha. Una mujer se quedó paralizada al borde del asfalto. En vez de tomar la curva, di un volantazo a la izquierda para no atropellar a la muchacha. ¿Por qué tuve que evitarla? El coche cruzó toda la calzada y se estrelló contra un árbol seco. Desperté en la ambulancia con el rostro de una jovencita surcado por regueros negros de rimel. Me dio las gracias por haber salvado su vida. Vestía demasiado ligera para la época. Una minifalda negra de un material plástico y brillante, con cortes en ambos lados para permitir una mejor visión de sus muslos, embutidos en unas medias rosas. Algún enfermero le había dejado su chaqueta para cubrir sus hombros y espalda, que se adivinaban desnudos. Más tarde supe que el nombre de aquella chica era Marina, aunque profesionalmente la conocían como Barbarella. Tenía entonces dieciocho años. Pero en ese momento yo estaba más interesado en saber sobre mi mujer y mi hija. Sólo me comunicaron que iban en otro vehículo.

Fue un golpe terrible asimilar la muerte de Béla y de la criatura que llevaba Paloma. Los médicos me anunciaron que mi mujer estaba viva, pero en coma a causa del traumatismo craneoencefálico. No sabían si saldría de ese estado, ni me dieron ninguna garantía de que si despertaba no sufriera daños irreversibles. Ahora sé que hubiera sido mejor que muriese también entonces. Cuánto sufrimiento nos habríamos ahorrado. La tragedia me había hecho olvidar que yo también estaba herido por el accidente; con una herida mortal para mi profesión: me había seccionado los ligamentos de tres dedos de la mano izquierda. No podría tocar el violín. No podría tocar a Béla. Estaba acabado como músico. ¿Qué sentido podía tener para mí la vida en aquel momento? Quise abandonar el mundo cortándome las muñecas, pero alguna enfermera debió encontrarme a tiempo.

No volví a intentar el suicidio porque la idea de que Paloma llegara a despertar, y yo no estuviera allí para verlo, me anclaba a su lado. En la negrura de todos estos años esa ha sido la esperanza que me ha mantenido en este mundo. Su rostro abriendo los ojos y sonriéndome ha sido la imagen más repetida en mis sueños. Con su cámara he ido retratándola una vez al mes, en cada visita, imaginándome siempre que el flash la haría parpadear. Es turbador contemplar el centenar de fotos que guardo de Paloma. Me hace pensar en un cadáver que envejece. Como si el proceso de degradación del cuerpo se hubiera ralentizado y me recordara mi propio declive. ¿Acaso no nacemos para morir? Vivir es una cuenta atrás con un único sentido: llegar al cero. Cada día me he sentido a sólo unas centésimas de la nada.

sábado, 17 de enero de 2009

Las palabras del hada


¡Hola, hada!

Hay una amiga que busca
palabras de consuelo
en un día gris.

¿Qué le digo?

Dile que las sombras también tienen su luz
y que en ellas las sonrisas refulgen
mejor que en ningún sitio.

Dile que el mar canta su nombre
y el de cada uno de nosotros
al oído de la orilla
por toda la eternidad.

Dile que los pájaros duermen
pero sus plumas siguen siendo
las más bellas.

Dile que los senderos se bifurcan siempre
y que hay tramos accidentados
pero ¡el paisaje es magnífico!

Dile que abra los brazos
y reciba el calor de tu cariño.

Dile que cante hasta la madrugada
y se olvide del lunes.

Dile que es una suerte
tenerla cerca.

¿Se lo dirás?

domingo, 11 de enero de 2009

Pilar Trueba Ejea (II)



En 1995 acabamos nuestra vida en Madrid, pero decidimos seguir juntos en Zaragoza. Nos presentamos a unas oposiciones para la Policía Nacional, pero sólo yo las pasé y él se metió a la Guardia Civil. Eso le frustró más de lo que se atrevió a expresar, aunque insistiera que estaba muy feliz por mí y se me declarara. Nos casamos el 26 de junio de 1996. La ceremonia tuvo dos ausencias notables: Vicente rehusó la invitación por el nacimiento de su segunda hija, y la tía Enriqueta no pudo aguantar viva para verme en el altar. Ahora pienso que aquella boda fue un nuevo error, demasiado precipitada, pero por otro lado siempre agradeceré a Pedro que me diera a Luis. Mi niño nació el 29 de agosto de 1998. Sin duda es lo mejor que me ha pasado en esta vida aunque la diabetes complicara su salud desde el primer día. Pasó un mes en la incubadora antes de que pudiera abrazarle.

Mientras estuve de baja por maternidad permanecí muy unida a Pedro. La enfermedad de nuestro hijo contribuyó a que pareciéramos una familia. Pero al volver al trabajo me alejé doblemente de él. Entregué mis energías en hacerme valer en la comisaría, y entregué mi cariño a Luis. Ahora entiendo que Pedro se sintiera desplazado y fuera a buscar protagonismo en otra relación, pero entonces no pude soportar que me traicionara. Lo que más me dolió no fue descubrir que había otra antes de que me lo dijera, sino que ese día apestara a vino barato. Eso me enfureció. Me mudé al instante con mi madre y le pedí el divorcio. Me decepcionó que no luchara por una segunda oportunidad. Sólo quería tener la certeza de que seguiría viendo a Luis. Mi única condición fue que no se acercara a él habiendo bebido. El divorcio se hizo efectivo en enero de este año, hace ocho meses.

En el Cuerpo comencé por cumplimentar denuncias y atestados, para luego realizar patrullas. Desde hace un año y medio soy la ayudante de Basilio Lorente, el inspector de homicidios de mi comisaría. Conseguí el puesto porque nadie más pasó las pruebas de acceso, y porque Juan envío, sin mi permiso, una carta de entusiasta recomendación al comisario jefe Conrado Villuercas. No sé si el gesto de Juan era un agradecimiento por los viejos tiempos o si de verdad cree en mi valía para un puesto tan complicado. Según él, soy ideal como futura inspectora porque me enfrento a las dificultades con serenidad y sangre fría. De hecho, las dificultades me estimulan, me hacen sentirme viva porque las asumo como un desafío, un reto que debo superar. Como el rechazo de mis compañeros. En la comisaría casi todos son varones y ven en mí a una advenediza indigna de compartir sus conversaciones sobre cilindradas, quinielas y conquistas. Me ponen negra cuando aparezco y preguntan mi opinión sobre el arbitraje del Levante-Osasuna, para reírse inmediatamente sin esperar respuesta alguna. No soporto su condescendencia. No me creen con agallas para enfrentarme a un cadáver. ¿Cuántos de ellos habrán presenciado una autopsia? Un día de estos les voy a contestar alguna barbaridad. De momento me callo para tener la fiesta en paz. El que lo paga es Roberto Cerezo, el agente que me acompaña ahora que Basilio se ha ido de vacaciones. Desde que entró en la comisaría hace dos años no ha hecho más que pavonear sus musculitos de gimnasio con la peregrina idea de impresionarme. A estas alturas piensa que soy lesbiana porque no sucumbo a sus encantos y yo nunca se lo he desmentido, incluso le sigo sus patéticos sarcasmos destinados a herirme y se los devuelvo corregidos y aumentados.

Me preocupa más lo que piense de mí el inspector, Basilio. No le queda mucho para jubilarse y no le hace ninguna gracia que vaya a ser yo la que herede su puesto. Le intimida mi determinación. No sabe asociarla con una mujer. Cree que es un capricho romántico lo que me ha traído a esta profesión. Le cuesta enseñarme lo que sabe. Lo hace a regañadientes y se ciñe siempre a los procesos estipulados por el Cuerpo. Parece más un burócrata cumplimentando formularios que un investigador atento a cualquier posible evidencia. Cada vez que intento sugerir otra explicación plausible la sepulta bajo un exabrupto que remarca mi inexperiencia, y censura mi opinión por fantasiosa, e incoherente con la seriedad que presume el cargo. Desea que me equivoque para saltarme encima, pero ya he aprendido a dejar que dé su parecer antes de posicionarme.

Me molesta que la gente juzgue por las apariencias sin detenerse a cavilar más allá de sus prejuicios. Mi uniforme despierta adhesiones y rechazos que no controlo y que detesto por igual. Algunos me acusan de representar al aparato represor del sistema, y otros me ensalzan por librar a España de la chusma criminal. A pesar de todo esto me encanta mi trabajo y me siento bien con el uniforme. Me relajaría más saber que mis compañeros me respetan y me apoyan, y espero conseguirlo algún día. Sería también menos frustrante que mi sueldo no disminuyera por mi sexo, ya que en los impuestos me deducen el mismo porcentaje sin atender a ello.

Cuando no llevo el uniforme mi tiempo es para Luis. Mi madre me anima para dejarlo más con ella y que yo salga más, que conozca algún hombre o que haga amigos. Me ve muy sola, pero yo no necesito a nadie más. No me gustan nada las discotecas, ni las multitudes, ni que me toque un extraño, ni el ruido. Y no bebo, ni soporto estar con gente que bebe. No tengo sitio en la ajetreada vida social. Prefiero alquilarme películas de Woody Allen, cuidar mis plantas mientras escucho música clásica, o leer El País empezando por la última página. Cuando necesito un amigo siempre acudo a Juan. Solemos comer juntos una vez al mes. Hablamos sobre Amnistía Internacional y su lucha por los derechos humanos que los dos apoyamos como colaboradores. Conoce mis manías y sabe que no tolero la mentira y la injusticia. Aunque él tampoco sabe que mi miedo a ser vulnerable está relacionado con mi padre. Ojalá alguien se atreviese a ver más allá de esta coraza que me he fabricado y descubriese la pasión que oculto por la vida y por la gente. Tiemblo imaginándome herida y sin defensa. ¿Por qué no desaparece el sufrimiento de la condición humana? ¿Por qué no seguimos el ejemplo de paz y tolerancia de Gandhi y Luther King? ¿Por qué mi hijo debe inyectarse insulina para seguir vivo? A veces sueño que ya no dependemos de las jeringuillas y podemos viajar los dos y ver el mundo.

No soy tan cariñosa con Luis como podría serlo. Pero yo lo quiero de verdad y no quiero a un niño blandengue y consentido que consigue todo llorando y que cuando crece solo recibe palos de la vida, que no atiende a sus llantos. Luis me tiene desconcertada, supongo que la diabetes lo ha hecho maduro para su edad, pero en su mirada hay un poso de melancolía que no es propio de un mocoso. ¿Y si soy demasiado dura? Mi madre me lo reprocha continuamente. No me resulta fácil dar ni recibir cariño, ni dar ni recibir confianza. El lastre que me supone el recuerdo de mi padre me puede acabar por hundir. Necesito desprenderme de él y desahogarme. Me miro al espejo y me veo menuda, de constitución fina. Con el pelo corto y castaño, los ojos verde oliva y esa mirada fría e imperturbable. Tan aseada y pulcra como siempre. Con mis pantalones y mi ropa de colores discretos para no llamar la atención. Me miro y no consigo llorar.

Después de ocho meses ayudando a Basilio e intentando que me considere su aprendiz, me ha llegado la hora de demostrar lo que valgo. Basilio se ha ido de vacaciones todo el mes de agosto, y yo las cogeré en septiembre. Durante cuatro semanas seré yo la responsable del departamento de homicidios. Conrado no cree que haya grandes problemas porque en agosto la ciudad se vacía y no pasa gran cosa. De cualquier modo, el caso Gilera lo llevo yo ahora. Ernesto Gilera, un conductor de autobús de cincuenta y tres años, mató a su mujer con el cuchillo del jamón y luego llamó a la policía para entregarse. Basilio me traspasó el sumario ayer. Tengo las declaraciones de sus tres hijos y cinco vecinos del inmueble. Según la confesión del propio Ernesto: no sabe cómo pudo hacer aquello. Dice que acabó su turno a las diez de la noche y luego se fue con sus compañeros a varios bares. A las doce y media se registró su llamada a comisaría. Según sus hijos Ernesto llegaba a casa borracho con frecuencia y en ese estado era violento con su madre y con ellos. Ya habían denunciado palizas en tres ocasiones y lamentan que no hayan servido para evitar esta muerte. Lo terrible de este asunto es que, a pesar de las evidencias, este individuo verá rebajada su condena por estar bajo los efectos del alcohol. Suerte que la bebida acabó con mi padre antes.

Mañana a las cinco tengo que llevar a Luis al hospital a hacerse unas pruebas. El doctor Castillo es un gran endocrino y un experto en diabetes. Lleva el historial de mi hijo desde que nació. Espero que todo esté en sus niveles normales. Luis empezará la escuela dentro de un mes y no quiero que una complicación lo retrase. En septiembre, como tengo vacaciones, podré seguir de cerca su integración como alumno. No creo que me monte ningún escándalo cuando lo deje en la puerta. Está preparado para eso porque no me ve demasiado. Me preocupa más como se tomarán sus compañeros lo de pincharse. Ya veremos. Pedro ha quedado en recoger a Luis y pasar por la comisaría a las cuatro. Mañana me espera un día complicado.


sábado, 10 de enero de 2009

Pilar Trueba Ejea (I)


Mi nombre es Pilar Trueba. Soy hija de Pilar Ejea y Ramón Trueba. Mis padres se conocieron y casaron en el Puerto de Sagunto; una ciudad con un gran auge industrial gracias a la siderurgia. De hecho, mis abuelos vinieron con mi madre desde Daroca, en Zaragoza, por la prosperidad de la zona. El abuelo Ejea, Hilario, era ferroviario. Conducía los convoyes cargados de mineral que venían de la sierra de Albarracín. Mi abuela, Josefa, se entretenía cosiendo, y mi madre se puso a trabajar antes de sacarse el graduado escolar, cosa que le pesó muchos años después. Mi madre limpiaba las oficinas de los Altos Hornos del Mediterráneo gracias a la amistad de su padre con uno de los ingenieros. Fue allí donde conoció a mi padre, aunque no fuera allí donde conversaron por primera vez.

Mi padre nació en Reinosa, en Cantabria, durante la Guerra Civil. Nunca llegó a conocer a su padre, Vicente Trueba, porque murió en el conflicto luchando por los nacionales. Tampoco llegó a tener hermanos, aunque sí hermanastros; pero a éstos no los quiso conocer. Su madre se volvió a casar cuando él tenía catorce años. Nunca se lo perdonó. Abandonó Reinosa para no volver. Se fue a Bilbao, donde no tardó en encontrar trabajó en los Altos Hornos de Vizcaya. Cinco años después ya era encargado. Le propusieron ir a Valencia para hacerse cargo de la maquinaria nueva que iban a instalar allí y que conocía muy bien. No le costó aceptar.

Fue un baile en el casino de la cooperativa el que propició que mis padres pasaran del simple saludo en los pasillos de las oficinas. Después hubo muchos otros bailes y muchas películas de romanos y de John Wayne. La boda no se pudo hacer en Daroca, pero mi madre consiguió que se celebrara el día de nuestro santo, el doce de octubre de 1959. Al año siguiente nació Vicente, bautizado así en memoria del abuelo Trueba. En 1962 llegó Arturo. Yo asomé la cabeza el tres de enero de 1969. Mi primer recuerdo corresponde a la playa de El Puerto. Mis padres me dejaron avanzar con pasos tambaleantes por la arena, hasta que llegué a la orilla del mar. Cuando veo las fotos de ese día, me transporto a esa primera impresión de una inmensidad turquesa lamiéndome los pies. En mis momentos de crisis suelo soñar con ese momento de contacto con lo inabarcable.

El primer gran acontecimiento de mi vida fue el nacimiento de mi hermano Jaime en 1972. Dejaba de ser la hermanita pequeña a la que mis hermanos controlaban y pasaba a tener la responsabilidad de cuidar de otra persona. Cierto que esa responsabilidad me la puse yo solita, porque me gustaba imaginarme como una persona mayor a la que se debía respetar, y Jaime me siguió siempre incondicionalmente. Pasé más tiempo con él que con las niñas de mi edad. De hecho prefería jugar con los niños a las canicas y al fútbol, que andar saltando a la comba. Pasaba mucho tiempo en casa con mi hermanito, y aprendiendo las labores que mi madre realizaba. Vivíamos en un barrio obrero con todas las casas adosadas. Eran blancas, de dos plantas, y con un pequeño jardín en la trasera, adyacente a los de las otras casas. En verano todos los niños del barrio jugábamos en la calle, y nuestras madres nos llamaban a la hora de comer y cenar.

Todos los hermanos fuimos a un colegio público. Tampoco había otra opción. En cuanto acabó la E.G.B. Vicente se fue como aprendiz con mi padre y luego le siguió Arturo, aunque ambos tomaron caminos divergentes. Vicente era una fotocopia de mi padre en todo. Pero Arturo tenía sus propias ideas, que solían chocar con las de ellos. Acabó sindicándose en Comisiones Obreras. Mi padre no lo toleró. Prácticamente lo echó de casa. Años después supe que se fue a Barcelona y militó en el Partido Comunista. Yo no entendía muy bien quiénes eran esos Franco y Carrillo que tanto salían en sus discusiones mientras yo intentaba concentrarme en los deberes de matemáticas. Se me daba mejor la lengua y las ciencias sociales, pero nunca suspendí un examen. Bueno, excepto el de flauta. Adoraba la música, pero no entendía por qué el aprobado dependía de mi interpretación de la melodía “Amigo Félix” de Enrique y Ana. Todas esas horas llenando de babas un tubo de plástico frustraron cualquier deseo de acercarme a otro instrumento. Por suerte, tuve una afición que me llevó a mi actual profesión: la lectura. El día en que Javier me pasó el primer libro de la serie Los Cinco, de Enid Blyton, comprendí que yo quería ser una investigadora. Me junté con Javier y con otros chavales del colegio para formar nuestro propio Club de Los Cinco. Incluso obligábamos a venir con nosotros a Mazinger, el pastor alemán de Rafa. Nuestras aventuras no solían durar mucho, porque Mazinger siempre salía detrás de algún congénere. Más tarde descubrí a Agatha Christie y al gran Hercules Poirot, y dediqué muchas horas a estudiar todo lo que me rodeaba con una gran lupa.

Mi madre siempre estuvo encantada conmigo. Me bautizó siguiendo la tradición familiar, e intentó inculcarme su devoción a la patrona de Aragón. Yo le seguí el juego mientras fui pequeña, pero después de tomar la primera comunión me alejé para siempre de la doctrina católica. Sólo volvería a pisar iglesias en dos funerales, mi boda y el bautizo de Luis. Además, ¿por qué tenía que creer en alguien que no daba ninguna prueba de existir?, ¿por qué permitía tantos desmanes en su nombre? Mi madre sólo sabía encogerse de brazos y decirme que tendría sus razones.

Mi padre no me prodigó demasiados cariños. La mayor parte de su afecto se lo llevó Vicente, que estaba predestinado a trabajar con él. En mi veía poco más que una ayuda para su mujer y una futura preocupación para encontrarme marido. Yo le replicaba indignada, pero mi madre me daba puntapiés por debajo de la mesa y me instaba a no llevarle la contraria. Por desgracia, su relación conmigo sólo empeoró. El principal culpable fue el alcohol. Papá comenzó a llegar bebido los viernes. Al acabar la semana, se juntaba con sus compañeros e iban recorriendo todos los bares de una ruta prefijada. Entraba en casa cantando y riendo. Un día mi madre le riñó por orinar en un armario. Con el tiempo se acabaron las risas y empezaron los gritos. Se hicieron frecuentes las broncas a mi madre y a nosotros, los portazos, las bofetadas y las noches abrazada a Jaime. La peor parte llegó con el cierre de los altos hornos en 1984. Mi padre se hundió al verse en la calle con cuarenta y ocho años y cuatro hijos. Para mí murió entonces. Lo que hizo después de eso ya no se lo atribuyo a él, sino a la bebida. Sólo así puedo entender esa violencia en alguien a quien quería pese a su desprecio. Sólo así pude digerir algo que no sabe ni mi madre. Una noche, me sacó de la cama y me dijo que me iba a hacer un favor, que me iba a mostrar lo que los hombres querrían de mí. Todo su cuerpo apestaba a cerveza y su aliento a ginebra. Acababa de llover. Él me llevó al jardín. Yo estaba descalza y sentía la tierra húmeda. Por todas partes había lombrices arrastrándose; liberadas por el agua. Allí me quitó el pijama y me tocó los pechos de dieciséis años. Estaba temblando de frío y terror. Podía sentir el roce viscoso de las lombrices en mis pies. Me causaron mayor repugnancia que las beodas caricias de mi padre. Quería gritar, pero de mí sólo salieron lágrimas. Cuando me estaba bajando las bragas se paró repentinamente y se encorvó para vomitar. Yo recobré el control sobre mi cuerpo y salí corriendo a la cama de Jaime. No pegué ojo pensando que mi padre vendría a por mí. Todavía tengo pesadillas con eso. Pero él no se movió en toda la noche. Se quedó tendido sobre su bilis alcohólica. Dos años después murió de cirrosis.

No sabría decir si odio más la bebida por matar a mi padre o por lo que le hizo a Jaime. Tenía catorce años. Un conductor borracho lo atropelló cuando salió a correr con la bici. Adoraba el ciclismo. Quería ser como Perico Delgado. Desde entonces no puedo ver el alcohol, ni puedo tolerar a una persona bebida. Es superior a mis fuerzas. No lo pruebo ni para brindar en una boda y me da igual si les parezco asocial por eso.

Al entierro de mi padre acudió toda la familia Ejea, incluidos los abuelos que se habían vuelto a Daroca a pasar el retiro. De la familia Trueba no recibimos ninguna noticia. Fue la última ocasión en que vi juntos a mis hermanos. Estaban realmente afectados. Yo me sentí culpable por haber deseado su muerte tantas veces después de aquella noche. Se había ido sin poder hacer las paces y no supe intuir entonces el daño que me iba a provocar a la larga. Mi madre fue la más serena. Nadie más que ella había sufrido tanto con la enfermedad de su marido. Su muerte la recibió como un regalo; el fin de la angustia. Aprovechó la ocasión para hablar con los parientes de Zaragoza. Mi tía Enriqueta, viuda y sola, nos propuso trasladarnos a su casa para cambiar de aires. Como Vicente ya hacía su vida en el Puerto, y Arturo se volvía a Barcelona, no lo tuvimos que pensar demasiado.

En Zaragoza estudié Psicología, pero para hacer Criminología tuve que irme a Madrid. Estaba decidida a ser investigadora y nadie me desvió de ese propósito. En la facultad de Psicología tuve varios pretendientes, pero los rechacé sistemáticamente. Todavía me sentía sucia y avergonzada por el abuso de mi padre. Es curioso que finalmente fuera una persona mucho mayor que yo la que se llevara mi virginidad. Cualquier psicoanalista me saldría con lo del complejo edípico sublimado al acostarme con mi mentor. Juan Escudero fue mi profesor de Psicología Criminal en Madrid. Sus clases me fascinaban. Tenía la impresión que mi adorado Poirot se paseaba por el aula para compartir con sus alumnos los entresijos de la mente del asesino. Juan lo tuvo fácil conmigo, ya estaba enamorada de lo que el representaba antes de conocerlo. Yo tenía veintidós años y él cuarenta y siete. La primera vez que nos acostamos fue en el hotel Ritz. Juan me invitó a una cena repleta de ingredientes afrodisíacos: ostras, fresas, canela y champagne que, por supuesto, no tomé para sorpresa de Juan. Lo cierto es que no necesitaba nada de aquello para ponerme a tono. Me sentí intensamente erotizada desde su primera clase, pero le dejé jugar a conquistarme y que me hablara de los más famosos psicópatas de la historia del crimen. Ya en la habitación, le pedí que no me tocara, que necesitaba quitarme la ropa para él antes de entregarme. Estuvimos liados un par de años, y lo dejamos porque la relación no iba a ningún sitio. Él estaba casado y tenía dos hijos, y no los iba a dejar por mí. Yo tampoco estaba dispuesta a seguir escondiéndome. Además, tenía a Pedro.

Pedro Arganda compartía varias cosas conmigo: venía de Zaragoza, estudiaba Criminología, y vivíamos en el mismo piso junto a un andaluz y un burgalés. No me importaba ser la única mujer de la casa porque me recordaba a la vida con mis hermanos. Nunca me reí tanto como en aquella época. Hugo, el de Córdoba, hacía arte dramático y nos ofrecía monólogos surrealistas que se inspiraban en los hermanos Marx, los Monty Python y Woody Allen. Pedro le seguía el juego añadiéndose como personaje y disfrazándose de cualquier cosa. Ese buen ambiente me ayudó a superar el bajón de haber dejado a Juan. Pedro me acompañaba al cine y siempre alquilábamos películas de juicios y de psicópatas. Entonces bromeábamos sobre enfrentarnos a una mente retorcida y oscura como Jack el Destripador. Estaba tan a gusto con él que no me sorprendió encontrarme desnuda en su cama.

jueves, 8 de enero de 2009

Haile on the beach


Después de otra noche con el sueño inquieto, esta mañana he conseguido levantarme a las 9 para empezar con mi programa diario de ejercicio. Vestido con un chándal, una camiseta corta, una sudadera con capucha y unas bambas, me he lanzado a la calle ansioso de acción. Y caminando con paso vivo me he dirigido hasta la playa. Gracias al calor que produce la marcha, y a unos oportunos bolsillos en la sudadera, no he sufrido demasiado las temperaturas gélidas que campaban en el ambiente. Los charcos dejaban ver cristales de hielo, y eso aquí es un acontecimiento.

Una vez junto a la orilla, con el sol queriéndose asomar entre jirones grises, he sucumbido a la insensata tentación de descalzarme para sentir la arena bajo mis pies. Efectivamente, era como caminar sobre la nieve. Pero no había dolor. He guardado el calzado entre unas rocas del espigón, a salvo de las olas; he respirado hondo; he ofrecido mi cuerpo a los rayos solares; y cuando me disponía a comenzar unos ejercicios de calentamiento, he reparado en que alguien se acercaba por detrás. Vaya, me ha cortado el rollo, porque me he puesto a pensar si no me habría estado espiando mientras escondía las zapatillas. Y dentro de ellas había metido las llaves y el móvil. Total, que me he quedado plantado, desafiándole con mi silueta contra las olas. El intruso se ha parado, ha contemplado el panorama unos instantes y se ha batido en retirada. ¡Victoria! Yo no me he movido hasta que lo he visto desaparecer tras el paseo marítimo.

Y ya con la intimidad necesaria me he entregado a los giros, las flexiones y los estiramientos. El sol se ha apiadado de mí y ha conseguido escapar de los cirros para alegrarme el rostro. Mientras me concentraba en la respiración podía sentir su calor; oía las olas lamer mansamente la arena helada; sentía la brisa pasar entre mis dedos y agitándome el cabello; aspiraba con decisión los efluvios de ese instante. E imbuido por el espíritu conjunto de Rocky Balboa, Forrest Gump, Orzowei y Haile Gebrselassie, me he lanzado a correr en el límite de la marea. Mis pies desnudos dejaban su impronta al ritmo sugerido por la reproducción aleatoria del mp3. Afortunadamanente, he arrancado con una canción de carretera de los Kings of Leon. Os confieso que me he sentido dichoso y pletórico, al menos durante 300 metros. El entusiasmo se ha ido entrecortando con la respiración, he tenido que bajar las revoluciones, recuperar el aliento y reanudar la marcha a la más modesta velocidad de crucero de Mercury Rev.

Cuando me aproximaba al otro extremo de la playa, he aprovechado el cambio de tema para dar media vuelta. Ahora con el sol en la cara, y la melodía que los Crooked Fingers dedicaron a Islero, el toro que acabó con la vida e inició la leyenda de Manolete, me he sentido como un mihura trotando por el coto de Doñana. Nueva pausa y los Oasis del 95 me ayudan a consumar el regreso al punto de partida. Gracias al cielo mis zapatillas seguían en su sitio.

He decidido caminar hasta el paseo marítimo para sacudirme la arena y volverme a calzar. Como no sentía las plantas de los pies, me he clavado varias bolitas de pinchos, de esas que abundan junto a las dunas, sin enterarme demasiado. Pero en cuanto me he enfundado los calcetines se me han pasado todos los males. De vuelta a casa con los alegres sones de The Ting Tings.

Sí, ya sé, ha sido un comienzo suave, pero esto es una carrera de fondo; un maratón. Hay que plantearse pequeñas metas antes de llegar a otras más ambiciosas.

Seguiremos informando.


GR-11



Ya sé que lo normal en estos días es hacer balance del año que hemos dejado atrás, y plantear nuestros propósitos para el año entrante. En mi caso voy a dejar el resumen del año para dentro de unas semanas, y entonces os explicaré la razón.

Lo que sí voy a adelantaros a todos, en primicia, es uno de mis objetivos para el 2009: este año quiero hacer todo el GR-11 de un tirón. Los que me conoceis lo suficiente ya os haceis cargo de la magnitud de lo que me he propuesto. Pero como veo que hay interrogantes brotando de las cabezas de alguno de vosotros, os pondré en antecedentes.

GR son las siglas que se refieren a los senderos de Gran Recorrido. Caminos señalizados con unas bandas rojas y blancas, y que atraviesan buena parte de Europa. El GR-11 en concreto recorre el Pirineo español de punta a punta, así como su primo GR-10 hace lo propio por la vertiente francesa. Así, la idea es caminar desde el Cap de Creus hasta el cabo Higuer, junto a Hondarribia. Son 500 kilómetros de marcha, a una media de unos 20 kms diarios. Lo que significa al menos 5 semanas vagando por las montañas; durmiendo en refugios o vivaqueando; lavándose en arroyos; cogiendo provisiones por los pueblos; y en solitario durante muchos tramos.

¿Me he vuelto loco?

Ya sabeis que no. Este es uno de los sueños de mi vida y ahora está al alcance de mi mano. Este año reune las condiciones ideales para emprender tamaña aventura: tengo tiempo, tengo dinero gracias al paro (y espero que entre algo más gracias a los guiones), tengo ganas y estoy en un momento en el que plantearme un desafío solitario es justo lo que necesito. ¿Qué mejor manera de aprender a caminar por mí mismo que esta?¿Qué mayor estímulo para alguien que ama la naturaleza, la montaña e ir andando a los sitios?¿Qué más ideal para conectarme conmigo mismo y establecer una disciplina de cuidado de mi cuerpo?

Además, lo empiezo a disfrutar desde ya mismo. La aventura ya ha empezado. Contandoos mis intenciones, abriendo los mapas, quedando con amigos para salir a caminar por aquí, planificando una excursión de una semana por el camino de Santiago, mentalizándome para hacer ejercicio cada día...

Anoche no podía dormirme. Imágenes de este año difunto vinieron a visitarme, creo que para despedirse de mi presente. Sentía en el vientre el hormigueo de las grandes ocasiones. Algo potente y bueno está a punto de empezar. Esa inquietud positiva también se manifestó cuando decidí irme a Brasil. Y la mañana ha refrendado esas sensaciones. El 2009 va a ser un año de realizaciones.

La luna se está llenando y los días comienzan a alargar. Ya sé que hace un frío helador y la primavera queda lejos. Pero creedme, mi espíritu crece y se anima cada día un poco más, pues sabe que ya estamos renaciendo.

Desde aquí os iré contando como llevo la preparación de mi desafío. Por supuesto, tengo pensado hacer un diario de viaje y lo iré colgando en el blog siempre que pueda.

Espero vuestras opiniones, consejos y comentarios varios.


Shackleton vuelve a la carga!!!

miércoles, 7 de enero de 2009

Luis Zarcorta García (II)


Cuando conseguí la licenciatura, invertí dos años en preparar mi tesis doctoral. El tema escogido fue la evolución de la disciplina psicológica y sus vías futuras. Mi exposición comenzaba con el primer psicólogo de la historia humana: el chamán de las tribus prehistóricas que ayudaba a sus semejantes proporcionándoles confianza en sí mismos. Para mí esa es la esencia de mi profesión. En el fondo no hemos cambiado tanto. Las personas acuden a nosotros cuando se sienten inseguras y llenas de dudas. Dejamos que expresen todos sus temores y anhelos. Les convencemos de que ellos, y sólo ellos, pueden enfrentarse a sus traumas. Y después de cada sesión los enviamos a la jungla urbana creyéndose seres únicos y autosuficientes. En realidad dependen totalmente de nosotros. Necesitan su dosis periódica para descargar sus inagotables frustraciones; para certificar que sus decisiones son correctas y sus actitudes han cambiado; para sincerarse sin censura. Claro que esto no lo incluí en mi tesis.

Seguí mi disertación abogando por una nueva psicología que explorara a fondo las asombrosas posibilidades de la mente humana, y las aplicara desde la infancia. Frente a la función terapéutica, habría que trabajar su potencial didáctico: lo que los griegos denominaban psicagogia, o el arte de conducir y educar el alma. El día de mañana un psicólogo no sería tan solo un curandero; se convertiría en un formador del espíritu. Así la raza humana estaría preparada para dar el salto evolutivo que daría lugar a una especie perfeccionada y capaz de afrontar todo tipo de desafíos. Pasaríamos del Homo sapiens al Homo magnificens. El tribunal aplaudió convencido mi tesis, identificándose con ese ser superior prometido, y me otorgó el Cum laude. Entonces creía en aquello que había contado. Pero mi trato diario con las magníficas mentes del Homo sapiens ha minado mis ingenuas esperanzas en una utópica mejora de nuestra especie. Cómo diría Einstein: “Sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y de lo primero no estoy seguro.”

Conseguí una plaza como catedrático en la facultad de Psicología de la Universidad de Barcelona. Allí llevo cuatro años impartiendo clases de Historia de la psicología. De vez en cuando tengo algún lío con una alumna. Las cautivo cuando vienen a consultarme al despacho. Sé que están desesperadas. Mi asignatura es un hueso difícil de tragar, y muchas prefieren tragarse otras cosas por conseguir un aprobado. No me aprovecho directamente de su desesperación. Bueno, no siempre. Si la criatura merece la pena me ofrezco a ayudarla como algo extra-profesional. Le digo que estoy seguro de que va a ser una gran psicóloga y la apruebo, a cambio de que me visite fuera de clase para supervisar cómo ha asimilado la materia. Todas estas atenciones tienen un premio. En este curso recibo el agradecimiento de Carla; una solícita jovencita que me sorprende con habilidades nada comunes a los diecinueve años.

Gracias a lo que había ahorrado con mi sueldo de catedrático logré abrir mi propia consulta. Me sorprendió la inesperada generosidad del abuelo Zarcorta, que me cedió el bajo donde había estado su zapatería cuando se jubiló. Decía que prefería que se llenase de chalados a mi cargo, antes de que cualquier advenedizo se apropiara de ella y osara continuar con el negocio y usurparle su clientela. De cualquier modo, la gente aún le lleva sus zapatos a casa. Desde que murió la abuela eso le ha mantenido ocupado. La nostalgia le trae a menudo a la consulta. La nostalgia y los pechos de Sonia, mi secretaria. Tenía complejo de plana y se colocó silicona hasta llegar a la talla cien. El abuelo no pierde ocasión de piropearla. Ella tiene un gran sentido del humor. Le sigue el juego, le ríe las gracias y finge con simpatía que se siente atraída por él. ¿Y por mí? Me encantaría saciarme entre sus valles pero nada más. Tengo miedo que ella quisiera algo más serio y ya tengo suficiente con la obsesión matrimonial de Alicia. No quiero perder a una secretaria tan competente por un desahogo. Para eso ya tengo a Carla.

Alicia es mi novia oficial desde hace año y medio. La conocí en la biblioteca nacional. Ella trabaja de funcionaria atendiendo a los lectores. Las bibliotecas siempre han sido un refugio para mí. Cómo no sentirme a gusto en un lugar abarrotado de libros y en el que la norma principal es guardar silencio. El día que encontré a Alicia, acababa de ocupar su plaza tras opositar con 23 años. Enseguida me llamó la atención. Era la empleada más sexy que había visto ahí. Tenía que conquistarla. Con el interés centrado en que me viera, cogí algunos libros en préstamo, olvidé premeditadamente mi cartera y me dirigí a la salida. Alicia me contó que intentó que me diera la vuelta diciendo “perdone”. Cómo yo no me detuve comenzó a soltar “perdones” cada vez más sonoros, hasta que tanto los lectores como sus compañeros la acabaron chistando. Ella salió corriendo cartera en mano hasta que me alcanzó. Yo se lo agradecí y le explique lo de mi sordera. Esta revelación la desarmó y le provocó un espontáneo e irrefrenable ataque de risa. Sus carcajadas me contagiaron y levantaron una nueva oleada de chisteos indignados.

Congeniamos enseguida. Me llevaba a ver películas mudas a la filmoteca. Nunca he reído tanto como con las andanzas de Buster Keaton, Harold Lloyd, Chaplin y Jacques Tati. ¿Por qué no hay películas así ahora? También me gustan las películas de artes marciales y las musicales. Evidentemente es el baile lo que me apasiona de estos géneros. En ambos los movimientos están coreografiados. Una de mis mayores fantasías es que soy Gene Kelly en “CANTANDO BAJO LA LLUVIA”, me oigo cantar y salto de alegría en todos los charcos. Alicia me enseñó a bailar el vals, el pasodoble y el cha-cha-chá. Son bailes en los que es fácil aprender los pasos. El truco está en no perder el ritmo, y ella me lo marcaba con golpecitos en mi mano. Yo envidiaba a mis padres cuando se marcaban un tango en las fiestas de Gràcia. Siempre han acudido allí a celebrar su aniversario. Hasta hace cinco años. Poco después de que muriera la abuela Zarcorta mis padres decidieron separarse. Se dieron cuenta que no eran felices juntos y que ya no me iba suponer un trauma su divorcio. Ya me lo esperaba. Con un psicólogo en casa no podían ocultármelo. Mi padre se trasladó a Gràcia, a la casa de los abuelos García, que obtuvo en herencia tras su muerte. Yo me quedé con mi madre en Consell de Cent. A mi padre lo veo de vez en cuando. Me sigue proponiendo que le acompañe a sus excursiones montañeras y yo utilizo a Alicia de excusa para no ir.

Alicia quiere vivir conmigo porque está harta de esperar a que no esté mi madre en casa para tener intimidad. Yo no tengo coche (no puedo conducir) y no siempre se puede pagar un hotel. A ella le gustaría casarse y tener hijos. Eso me aterroriza. No me considero preparado para un compromiso tan profundo y definitivo. Ella me gusta mucho y le estoy siguiendo la corriente porque tampoco quiero perderla. De momento le doy largas con el piso porque el tema está realmente complicado. Ella se lo ha tomado como un desafío y se empeña en que visitemos un apartamento a la semana. Me ha asegurado que este viernes veremos algo definitivo. Dice que es ideal: metro a dos pasos, guardería en la misma manzana, orientado al sur, armarios empotrados, parquet y “sólo” cuarenta millones. Espero que haya algo que no le guste. Encima, luego cenamos en casa de Sebastián y Lucía. Eso significa que tendremos comida exótica y sesión de diapositivas de su último viaje a Nepal, Zimbabwe o las islas Galápagos. Sebastián me mirará con su cara de pena y me dirá: “¡Qué lástima que os lo perdierais! Tenéis que ir.” Le estrangularía. Odio esas visitas más que corregir exámenes, ir al dentista o cocinar.

Con Alicia sólo he hecho un viaje. Fuimos en autobús al pueblo de sus padres, Pancrudo; un rincón perdido de Teruel donde hace frío hasta en el mes de agosto. Que lugar tan aburrido. Sólo podías contar ovejas y moscas. Por suerte teníamos la casa para nosotros y nos pasamos las dos semanas follando. Debería haber inmortalizado todas las posturas en dispositivas. Les hubiera dicho a ese par de membrillos trotamundos que fue una lástima que se lo perdieran. No sé qué ha visto Alicia en ellos. Ella me reprocha que yo no tenga mis propios amigos para quedar y salir juntos. Adoraría poder ir de copas con Borges, Cortázar, Cervantes o Jan, el creador de Superlópez, que también es sordo. Seguro que ellos contarían cosas más interesantes que Sebastián y Lucía. En lo más profundo sé que lleva razón y debería tener algún amigo. Pero no sé cómo abrirme a la gente. Amistad significa sinceridad y confianza, y yo no me atrevo a ser sincero ni con un psicólogo. Soy carne de terapeuta pero nunca acudiría a uno. Me encanta saber lo que piensan los demás. Disfruto realmente con ello. Por eso no soporto la idea de que alguien disfrute sabiendo lo que yo pienso. Tengo una pesadilla recurrente en la que salgo a la calle completamente desnudo y no puedo esconderme. Voy a dar clase delante de todos mis alumnos y me doy cuenta que entre ellos está don Natalio y Ruth. Entonces me despierto. ¿Dónde estará Ruth?

Mañana iré a una conferencia de uno de esos científicos iluminados que todavía cree que la mente tiene un potencial inmenso desaprovechado. Eso pensaba yo. Si tuviéramos ese potencial por qué no lo estamos usando. Seguro que a todos nos gustaría comunicarnos por telepatía, mover objetos u obtener conocimiento a través del contacto con los enseres que han tocado otros. Yo me he pasado años concentrando mis esfuerzos en que los demás supieran lo que yo quería decir. Mi mente no ha parado de enviar mensajes a Ruth preguntándole dónde estaba, si estaba bien y si se acordaba de mí. Aún espero respuesta.

Ruth... ¿Te volveré a ver alguna vez?

martes, 6 de enero de 2009

Luis Zarcorta García (I)



Me llamo Luis Zarcorta García. En realidad es García Zarcorta, pero cambié el orden de los apellidos en honor a mi abuelo José. No quiero que se pierda el Zarcorta; es único. García ya hay demasiados. Mi madre, Antonia, no quiere saber nada de los García desde que se ha separado de Paco, mi padre. Se conocieron en un baile de las fiestas de Gràcia en 1968. Paco tenía 20 años y mi madre 17. La familia de ella había huido del hambre en México y había montado un taller de reparación de calzado siguiendo la tradición. El abuelo aseguraba que un mocasín confeccionado por un Zarcorta fue el primero en hollar tierra americana en los pies de Colón. Su mayor frustración era que no había varón entre su progenie, y ninguna de sus tres hijas tenía interés en dedicarse a los zapatos.

Mis abuelos paternos también habían llegado de fuera. Dejaron el campo manchego por la pujante industria automovilística de Catalunya. Mi padre ya trabajaba para la SEAT cuando sacó a mi madre a bailar un pasodoble. El noviazgo duró cuatro años. Al abuelo Zarcorta nunca le gustó Paco. Lo consideraba débil y mediocre y le dijo que su hija no se casaría hasta los 21 pensando que no tendría suficiente voluntad para retenerla.

La boda se celebró el 28 de agosto de 1972; en el aniversario de aquel primer baile. Mi madre estaba embarazada de dos meses. No se lo dijo a la familia por temor a la reacción de su padre. Contó a todo el mundo que yo era sietemesino, y que había nacido muy desarrollado por una bendición. Nadie se lo discutió porque el parto fue muy complicado. Nací el 4 de abril de 1973 y dejé a mi madre para el arrastre. Le anunciaron que no volvería a tener hijos.

El abuelo Zarcorta celebró la llegada de su único nieto varón. Tenía muchas esperanzas puestas en mí, para que perpetuara la gran tradición de zapateros de sus ancestros. Creo que empecé a decepcionarle cuando, a los dos años, aún no había aprendido a hablar. El abuelo montó un drama porque pensó que yo había salido retrasado, y culpó de ello a mi padre diciéndole: “Qué se podía esperar de alguien que sólo sirve para apretar tornillos.” Cuando consultaron con un médico, descubrieron que los problemas que tuve al nacer me habían dejado una secuela grave: no había dicho una palabra porque no podía oírla para imitarla. Mi sordera cayó como una bomba sobre todos, excepto el abuelo Zarcorta, que se congratuló de su herencia genética.

Durante mi niñez toda la familia me sobreprotegía. Les daba miedo que jugara con niños normales. Acudí a un centro de enseñanza especializada en sordomudos. Ahí, mientras aprendía a leer las palabras y los labios, a escribir y hablar sin oírme, descubrí mi amor por la letra impresa. Recuerdo cuando leí mi primer tebeo de Mortadelo y Filemón. ¡Qué maravilla saber con un vistazo todo lo que sucedía! En aquella época me divertía imaginando a la gente como personajes de un cómic animado. Veía surgir un enorme bocadillo de sus bocas abiertas con frases que inventaba y me hacían partirme de risa. Seguro que me tomaron por loco.

El piso de mis padres estaba en el barrio de Sants; al final de la calle Consell de Cent. El ascensor todavía tiene las paredes forradas con listones de madera. Yo no tenía paciencia para esperarlo. En cuanto volvía del colegio subía corriendo las escaleras hasta el segundo piso y me sentaba a ver los dibujos animados de la tarde (EL BOSQUE DE TAYAK, BANNER Y FLAPY, ULISES 31...) mientras merendaba pan con mantequilla y Cola-Cao. No tenía problemas con los estudios gracias a una memoria visual bien entrenada.

Mi madre, instada por el abuelo Zarcorta, se propuso formarme como buen católico para que pudiera tomar la primera comunión. Don Natalio, el párroco del barrio, fue mi catequista. El hombre le ponía buena voluntad, pero le costaba mucho que yo siguiera sus explicaciones porque no era capaz de quedarse quieto y hablarme a la cara. La divina providencia intercedió para conceder libertad de movimientos al cura con un intérprete. Se llamaba Ruth. Era la hermana mayor de Ignacio, un niño sordomudo dos años menor que yo. Ella había aprendido el lenguaje de signos y se ofreció a socorrer a Don Natalio traduciéndome todo lo que decía mientras deambulaba. Me pasé todo el curso de catecismo sin perder de vista a Ruth. Era preciosa, divertida y ocurrente. Cuando Don Natalio estaba especialmente aburrido con los pecados capitales ella dejaba de traducir sus palabras y me contaba un chiste, o me decía que se estaba durmiendo hasta el Cristo en la cruz. Tenía que luchar por no soltar una carcajada, porque me venían a la mente los bocadillos de los tebeos.

Ruth fue mi primer amor. ¿Quién sabe si hubiera sido la mujer de mi vida? A ella no le intimidaba mi sordera. Leíamos juntos las historietas de Ibáñez y de Superlópez. Incluso veía conmigo los dibujos de la tele y me traducía el “¿Qué hay de nuevo viejo?”. Era maravillosa. Después de hacer la comunión se acabó la mejor etapa de mi vida. Comenzaron las vacaciones y la familia de Ruth desapareció. Don Natalio me informó que se habían vuelto al pueblo de la madre, en Castellón. No he vuelto a saber de ella. También dejó de interesarme la religión, aunque todavía me meto en la iglesia esperando encontrar a una chica gesticulando junto a su hermano.

La ausencia de Ruth reforzó mi adoración por los libros y mi alejamiento de las personas en general y de los chicos de mi edad en particular. Mi padre estaba preocupado porque creía que me iba a ahogar por estar siempre encerrado. Me sacaba al campo con la sana intención de que me oxigenara y cogiera un poco de color. Él siempre ha sido un gran aficionado a las caminatas por la montaña. Su gran reto era completar la lista de las cimas más altas de todas las provincias españolas. Creo que le quedan 22. Me gustaba contemplar todos aquellos paisajes que mi padre me enseñaba, pero me aburría con él. Me empezaba a hablar del canto de los pájaros y no me hacía ninguna gracia. Vistos los resultados, creo que mi padre me ponía como excusa para salir de casa y alejarse de mi madre. Ella es una gran mujer, pero ha heredado el carácter Zarcorta, y eso no es malo si no te enfrentas a ella. Mi madre decidía todo lo concerniente a la casa, la familia y mi educación. Mi padre decidía no llevarle la contraria porque cualquier objeción era aplastada sin contemplaciones. Ya entonces me di cuenta que algo no funcionaba bien entre ellos. Creo que de ahí surgió mi interés por el estudio de la psicología. Me moría por saber qué ocurría dentro de ellos; si podía ayudarles de alguna manera; o si era el causante de sus angustias. Cuando les anuncié que quería estudiar psicología me sorprendió que los dos lo aprobaran sin reservas. Era una buena señal.

El abuelo Zarcorta, claro está, se sintió decepcionado porque no había conseguido despertar en mí la centenaria vocación zapatera. Yo obtuve una beca de estudios sin dificultad gracias a mis excelentes calificaciones en el instituto. La historia había sido mi fuerte.

Mi relación con los otros alumnos de la universidad no fue muy diferente a la del instituto. Aquí, si cabe, estaba más aislado de ellos porque la asistencia no era obligatoria. El primer día de clase hablaba con el profesor, le explicaba mi problema, y le pedía el programa de lecturas necesario para asimilar su asignatura. El tiempo de las clases me lo pasaba en la biblioteca de la facultad sumergido en Freud y Jung. Me sentía cómplice de todos aquellos grandes pensadores, tan solitarios y analíticos. Habían entregado su vida al estudio de la condición humana, y eso era lo que yo me proponía.

Fue durante mi época universitaria, con 21 años, cuando tuve mi primera experiencia sexual con una mujer. Aburrido de masturbarme, decidí que ya era la hora de abandonar la virginidad. Por mi carácter retraído no me atrevía a seducir a ninguna chica. Pensaba que las espantaría en cuanto se toparan con mi sordera. Odiaba esa mirada de sorpresa y conmiseración cuando las hablaba por primera vez. Debo tener una voz horrible. La prostituta que contraté no me puso cara rara. Me regaló una enorme sonrisa, me cogió la mano, y dulcemente me llevó a una habitación iluminada en rojo. Se sentó en la cama, dejó caer lo poco que llevaba encima y me esperó con las piernas abiertas hacia mí. Estaba muerto de vergüenza y muy excitado. Ella notó mi apuro, se acercó a mí, y comenzó a desvestirme y a acariciarme el miembro erecto. Cuando llegó al calzoncillo no pude soportarlo más; exploté. Ella rió de buena gana al comprobar lo sucedido. Me dijo que estuviera tranquilo, que me iba a hacer un hombre. Me acompañó a la ducha, me colocó un condón y lo hizo desaparecer en su boca. Casi me caigo de placer. Luego fuimos a la cama y acabé de comprender que aquello era mucho mejor que darle a la mano.

Todavía hoy busco la compañía de meretrices para desahogarme. Durante un par de años fue mi única relación con el sexo opuesto. Algunas ya me conocían y me preguntaban por mi vida, mis estudios, si tenía novia. Yo me apresuraba a decirles que no; que me gustaría pero no sabía cómo o acercarme a las mujeres sin asustarlas. Ellas me aseguraban que yo era suficientemente atractivo para ligar sin problemas. Me aconsejaron que fuera a las discotecas de noche y probara allí, que eran lugares donde la sordera no iba a desentonar. No entendí muy bien lo que me querían decir hasta que me presenté en un local de baile. Fue estupendo. Sentía una vibración por todo el cuerpo que reverberaba en el estómago, y me impelía a imitar a la multitud allí congregada, que se movía furibunda en un trance colectivo. Al poco se acercó un grupo de chicas a moverse frente a mí. Una de ellas no dejaba de mirarme. Leí en sus labios que le dijo a una amiga que estaba muy bueno y que me preguntara el nombre. Se aproximó a mi oído. Yo le indiqué que era sordo, le dije mi nombre, sonreí y le pregunté el suyo a su amiga. Se llamaba Carolina. Fue la primera vez que pude follar sin pagar a una profesional.

Tuve otros líos de discoteca, pero seguí visitando fulanas. Había ganado cierta familiaridad; una curiosa confianza que me impulsaba a sincerarme con ellas a sabiendas que no iban a censurarme. Para mí fueron mi mejor terapia. Nunca se lo dije a mis padres. No tanto por su reacción como por la del abuelo Zarcorta. Creía que si se enteraba hubiera sido capaz de cortarme los huevos. Pero un día coincidimos a frecuentar el mismo prostíbulo. El abuelo palideció y no se atrevió a hacerme ningún reproche. Como un acuerdo tácito los dos hemos guardado el secreto. Es curioso que, desde ese encuentro, mi abuelo me tiene en mejor consideración. Ya no me critica por desentenderme de su oficio. Creo que ha visto refrendadas sus esperanzas en que mi herencia genética es sin duda de un Zarcorta.


viernes, 2 de enero de 2009

Cuento del tiempo de las cartas


Chico conoce a chica. Se juntan, se gustan y se enamoran. Quizá demasiado, porque ven que la pasión que compartían al principio va decreciendo y comienzan a intuir ciertas rutinas. Se separan aunque los dos se quieren. No pueden tolerar desearse menos.

Cada cual sigue su vida sin saber nada del otro. No se llaman ni se escriben. Él odia las cartas; sólo le traen facturas, publicidad y malas noticias.

Aun distanciados, el amor que se profesan les da fuerza; una especie de esperanza de que algo maravilloso pueda alcanzarles un día cualquiera. Y así sucede.

Se vuelven a encontrar. Sin buscarse, pero ansiando reunirse para ser uno solo. Retoman la pasión con renovados bríos. Es la felicidad de recuperar lo que parecía perdido. Hay tantas cosas que contarse.

Parece que vayan a estar así por siempre. Pero con el tiempo, él se apercibe que los celos se presentan en su relación. Los celos de ambos. La separación ha potenciado en ellos el instinto de posesión. Quieren aprovechar al máximo cada segundo que comparten. Los dos saben que están destinados a separarse de nuevo.

Esta vez, el desgarro que les produce alejarse es mucho peor. Él cae en una depresión. No se atreve a pedir ayuda a ningún amigo, porque les advirtió que mientras estuviera con ella exigía que le dejaran en paz; que no quería que nadie se inmiscuyera y les robara un solo instante.

Esta solo. No saber nada de ella le corroe por dentro. Sale con otras mujeres y bebe para atenuar el vacío que ella le ha dejado. ¿Dónde está?¿Seguirá viva?¿Por qué no pueden estar juntos para siempre?

La degradación en la que se precipita provoca que cometa una estupidez y pague por ella con varios años de cárcel. En el retiro de su celda, lejos de la bebida y de cualquier cosa que le recuerde a ella, reflexiona sobre todo lo sucedido. Piensa que todavía está a tiempo de ser feliz; de arreglar el tremendo desatino de consentir que todo se fuera a la mierda por la pasión. Entiende que su relación se había vuelto enfermiza porque no le habían dado ninguna oportunidad a los errores; a los defectos; a la lucha por salir adelante; al cariño y la ternura como una opción al sexo salvaje; al futuro como algo lleno de incógnitas que debían afrontar juntos, y no como una ineludible certeza de la separación.

Él escribe una carta contándole sus reflexiones. Escribe montones de cartas que no envía porque no sabe dónde hacerlo. Escribe cada día contándole a ella todas sus pequeñas alegrías, miserias y anécdotas. Escribe porque necesita saber que, aunque ella no le responda, él si puede contarle sus sentimientos. Inunda el papel con ellos.

Llega el día en que le devuelven la libertad. Ahora está decidido a hacer lo que antes no hizo: buscarla. Seguir su rastro para decirle que la quiere y que desea que la vida suceda entre ellos sin más. ¿Cómo encontrarla? Localiza su apellido en el listín telefónico y llama a todos los números en los que figura. En uno de ellos le contesta su madre. Él se hace pasar por un antiguo compañero de colegio que ha organizado un encuentro con su promoción. De este modo obtiene el teléfono de ella. ¡Está en la ciudad!

La llama, pero nadie le contesta. Lo intentará más tarde. Vuelve a casa con la felicidad pisándole los talones. Está en la ciudad y puede localizarla. La verá muy pronto.

Llega a su portal. El buzón está repleto de publicidad, facturas y avisos de cortes de luz y teléfono. La portera del edificio está atónita. Ha vuelto el inquilino del 2º, 2ª. Le recibe con todo un paquete de prospectos publicitarios que no ha osado tirar. Él se ríe de buena gana por primera vez en mucho tiempo. Todavía se está riendo cuando abre su puerta y contempla lo que el polvo y el abandono han hecho con su casa. Va a tener mucho que hacer, pero no importa. Tiene ganas de hacerlo.

Entonces advierte que hay una carta sin sello en la que sólo hay escrito su nombre y una anotación detrás: “No había sitio en el buzón”. Él vuelve a reírse recordando a la portera. Sabe que es ella. Es una carta suya. Él odiaba las cartas, pero ahora la recibía como si un ángel hubiera dejado caer allí una pluma.

La lee. Ella le dice que estuvo muy mal. Tuvo que ir a una casa de reposo porque había intentado suicidarse. Allí pensó que había sido una tonta permitiendo que se separasen; que si se hubiera negado, si hubiera luchado, si hubieran hablado, todo se podría haber arreglado y los dos afrontarían todas las dificultades juntos. Cuando salió del centro le buscó. Llamó a sus amigos. Montó guardia en su casa. Nadie sabía nada. No había rastro de él. Su número de teléfono era ahora de otro abonado. “Llegué a pensar que estabas muerto, y paseaba por los cementerios estudiando con temor los nombres de lápidas y nichos. Pero no figurabas en ninguno. ¿Dónde estabas? Con el tiempo perdí la esperanza y me refugié en la rutina del trabajo, la compañía de los amigos, y el calor de los recuerdos en los que te sentía abrazándome. ¿Cuántas veces no habré pensado en repetir aquel reencuentro? Quería lanzarme contra ti como en las películas romanticonas, y estrecharte contra mí con el convencimiento de que sólo la muerte nos separaría. ¿Has muerto en verdad? No tenía más que esos recuerdos y esperanzas vanas a las que aferrarme para no perderte. Así que pensé que no serían un obstáculo para mantener una nueva relación. Podían ser mi aliciente; mi refugio seguro en las horas bajas; la vida con la que siempre podría volver a soñar; mi último pensamiento cuando muera.

Cuando Carlos me pidió en matrimonio no supe decirle que no. No encontraba ningún motivo para negarme, porque no tenía ninguna evidencia de ti. Él ha estado siempre conmigo; ayudándome y preocupándose por lo que me sucedía. Tampoco me veía mayor y sola. Él me quiere... incluso me idolatra. Y yo me siento culpable porque solo le doy una parte de mi amor; la parte que no quisimos tener. Y a él le parece suficiente. El resto te lo entregué a ti. No me veía capaz de hacerlo resurgir. Pero nació mi hijo. No pude resistir la obviedad de ponerle tu nombre, pese a que mi marido pensaba cederle el suyo siguiendo la tradición familiar. Yo me opuse con firmeza y él claudicó porque me consiente todo. Lleva tu nombre porque no podía ser de otra manera: nació en el aniversario del día en que nos conocimos. Entonces hacía doce años.

Con mi hijo vi que era posible ceder una parte de ese amor que te tenía reservado. Pronunciar tu nombre mientras le miro, le abrazo y le beso me hace sentir tremendamente viva. También hace que te sienta vivo y a mi alrededor; cuidándonos.

Sé que odias las cartas, pero está necesitaba escribírtela. Ayer me crucé con uno de tus amigos en el metro. Él no me reconoció, pero yo a él sí. Mi necesidad de mantenerte en mi memoria me hace hipersensible a cualquier detalle relacionado contigo. Ese día mi hijo cumplía un año. Tenía que ser una señal. Se me ocurrió la locura de acercarme con mi hijo a tu casa, pero en cuanto vi el buzón mi ilusión se desmoronó. Sin embargo tu nombre seguía en su sitio. Nadie se ha mudado aquí. Tu ausencia era patente, pero al fin recibía un indicio de que podrías seguir existiendo.

En cuanto he vuelto a casa te he escrito. No sé si lo leerás alguna vez, o si esta carta caerá en manos de algún desconocido. Tenía que dejártela por si alguna vez vuelves de donde quiera que estás, y te preguntas qué ha sido de mí.

Sé que odias las cartas. Espero que no me odies por haber escrito ésta.

Te quiero hasta el fin."

Él llora con la carta en la mano.