martes, 17 de febrero de 2009

Inmolado y seco


Andrés Greco no podía concebir Segovia sin Juliette. Su figura se había fosilizado en las piedras de la ciudad y en la mente de Andrés. Su recuerdo permanecía envasado, como un alimento liofilizado a la espera del agua que le devuelva la vida y su volumen anterior. Andrés sabía que el sabor ya no sería el mismo; habría perdido propiedades. Se sabía egoista por detenerse en Juliette aquélla; en Juliette entonces; en Juliette mojada en las mismas sábanas. Se sabía egoista por absorber cualquier posibilidad de Juliette después de Juliette, y del teléfono sonando en el estudio.

Raquel consideraba estúpida esa idea; el precipitado traslado a Sebastopol; la extraña decisión de Andrés, que le mantenía en paradero secreto. Aunque lo que más la incordiaba era la impotencia pintada en la cara de Juliette; el temblor de los labios; su semblante húmedo todavía por Andrés; su oído aún pegado al auricular. Raquel podía imaginar esos pitidos de indiferencia taladrando a Juliette; empujando a sus rodillas a doblarse sobre la moqueta de aquel sábado. Todavía Andrés, a pesar de todo; a pesar del sábado.

Para Andrés, Sebastopol era sólo un sinónimo de ninguna parte, que hacía más imperiosa la necesidad de regresar a Segovia. Pero Segovia sin Juliette no. Segovia la opulenta, el lluvioso nido de guitarras, ya no. Ahora delgaduchos flecos de imágenes trituradas por el sábado; caídas en la moqueta. Segovia con Juliette, la otra Juliette, no merecía la pena ser Segovia. Por eso Sebastopol; por eso ninguna parte; por eso Juliette ya no.

La tabla del desayuno descansaba sobre Andrés. Andrés sin descansar, sin desayunar y sin Juliette (si al menos Juliette), espiaba en picado todos los detalles, permanentes y efímeros, de su campo visual. No había nada en aquella gente, en aquella calle, en aquella ciudad, que fundiera mente y manos en un firme propósito de formas y colores. La inspiración que conseguía no era más que la escuálida sombra del pincel sobre el lienzo. De todos modos, forzaba a sus ojos a perseguir unos panes, refugiados en la abundancia sudorosa de esa señora, que corría tras el 22. Con sólo la luz de la luna, los obligaba a prenderse del escote de la Chupá, mientras descendía hacia la ventanilla del Audi. Las promesas de ese escote serían tan poco románticas como el nombre de la propietaria: Leofilio. Andrés había visto materializar sus promesas. Las había probado las veces suficientes para escuchar Leofilio; las veces suficientes para escuchar a Leofilio cantando las Grecas en la ducha; las veces suficientes para saber que su sueño era la Acrópolis, y su pesadilla los niños de Etiopía; pero no las necesarias para que ella supiera que los sueños y pesadillas de Andrés sólo admitían un nombre.

Como pintor de historias estaba acabado. En Segovia (la de Juliette) siempre tuvo la certeza de que, con la estilográfica o las teclas, podía dar forma a las fantasías más barrocas, a las realidades más certeras, a las abstracciones más insensatas... No existían barreras, ni temor a la sequía. Los temas podían ser finitos, pero las formas de abordarlos no. El voluntario exilio en Sebastopol había anulado la creatividad, le había llevado a la ventana; a la socorrida búsqueda del drama cotidiano. Antes una mirada era la música de una oda; una sonrisa la materia de una cuento; una palabra la trama de una novela; y una conversación sobre comida aeronáutica habría provocado una saga sin equivalente alguno. Ahora apoyaba sus codos en la cama de Leofilio la Chupá; y apoyaba sus excusas en conseguir confesiones ajenas, que esbozaran algo más que bocetos en las páginas que sólo había llenado con Juliette.

Andrés era incapaz de existir en Sebastopol. Acabaría siendo inAndrés; su propia negación. Tendría que hacerse a la idea de que disfrazar Segovia de Sebastopol no iba a servir de nada. Tendría que admitir sábado, Raquel, moqueta y Juliette. Tendría que contestar al teléfono. Tendría que hervir su silencio con las palabras quemantes de Juliette.

- Perdóname, pero también la quiero.

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