viernes, 2 de enero de 2009

Cuento del tiempo de las cartas


Chico conoce a chica. Se juntan, se gustan y se enamoran. Quizá demasiado, porque ven que la pasión que compartían al principio va decreciendo y comienzan a intuir ciertas rutinas. Se separan aunque los dos se quieren. No pueden tolerar desearse menos.

Cada cual sigue su vida sin saber nada del otro. No se llaman ni se escriben. Él odia las cartas; sólo le traen facturas, publicidad y malas noticias.

Aun distanciados, el amor que se profesan les da fuerza; una especie de esperanza de que algo maravilloso pueda alcanzarles un día cualquiera. Y así sucede.

Se vuelven a encontrar. Sin buscarse, pero ansiando reunirse para ser uno solo. Retoman la pasión con renovados bríos. Es la felicidad de recuperar lo que parecía perdido. Hay tantas cosas que contarse.

Parece que vayan a estar así por siempre. Pero con el tiempo, él se apercibe que los celos se presentan en su relación. Los celos de ambos. La separación ha potenciado en ellos el instinto de posesión. Quieren aprovechar al máximo cada segundo que comparten. Los dos saben que están destinados a separarse de nuevo.

Esta vez, el desgarro que les produce alejarse es mucho peor. Él cae en una depresión. No se atreve a pedir ayuda a ningún amigo, porque les advirtió que mientras estuviera con ella exigía que le dejaran en paz; que no quería que nadie se inmiscuyera y les robara un solo instante.

Esta solo. No saber nada de ella le corroe por dentro. Sale con otras mujeres y bebe para atenuar el vacío que ella le ha dejado. ¿Dónde está?¿Seguirá viva?¿Por qué no pueden estar juntos para siempre?

La degradación en la que se precipita provoca que cometa una estupidez y pague por ella con varios años de cárcel. En el retiro de su celda, lejos de la bebida y de cualquier cosa que le recuerde a ella, reflexiona sobre todo lo sucedido. Piensa que todavía está a tiempo de ser feliz; de arreglar el tremendo desatino de consentir que todo se fuera a la mierda por la pasión. Entiende que su relación se había vuelto enfermiza porque no le habían dado ninguna oportunidad a los errores; a los defectos; a la lucha por salir adelante; al cariño y la ternura como una opción al sexo salvaje; al futuro como algo lleno de incógnitas que debían afrontar juntos, y no como una ineludible certeza de la separación.

Él escribe una carta contándole sus reflexiones. Escribe montones de cartas que no envía porque no sabe dónde hacerlo. Escribe cada día contándole a ella todas sus pequeñas alegrías, miserias y anécdotas. Escribe porque necesita saber que, aunque ella no le responda, él si puede contarle sus sentimientos. Inunda el papel con ellos.

Llega el día en que le devuelven la libertad. Ahora está decidido a hacer lo que antes no hizo: buscarla. Seguir su rastro para decirle que la quiere y que desea que la vida suceda entre ellos sin más. ¿Cómo encontrarla? Localiza su apellido en el listín telefónico y llama a todos los números en los que figura. En uno de ellos le contesta su madre. Él se hace pasar por un antiguo compañero de colegio que ha organizado un encuentro con su promoción. De este modo obtiene el teléfono de ella. ¡Está en la ciudad!

La llama, pero nadie le contesta. Lo intentará más tarde. Vuelve a casa con la felicidad pisándole los talones. Está en la ciudad y puede localizarla. La verá muy pronto.

Llega a su portal. El buzón está repleto de publicidad, facturas y avisos de cortes de luz y teléfono. La portera del edificio está atónita. Ha vuelto el inquilino del 2º, 2ª. Le recibe con todo un paquete de prospectos publicitarios que no ha osado tirar. Él se ríe de buena gana por primera vez en mucho tiempo. Todavía se está riendo cuando abre su puerta y contempla lo que el polvo y el abandono han hecho con su casa. Va a tener mucho que hacer, pero no importa. Tiene ganas de hacerlo.

Entonces advierte que hay una carta sin sello en la que sólo hay escrito su nombre y una anotación detrás: “No había sitio en el buzón”. Él vuelve a reírse recordando a la portera. Sabe que es ella. Es una carta suya. Él odiaba las cartas, pero ahora la recibía como si un ángel hubiera dejado caer allí una pluma.

La lee. Ella le dice que estuvo muy mal. Tuvo que ir a una casa de reposo porque había intentado suicidarse. Allí pensó que había sido una tonta permitiendo que se separasen; que si se hubiera negado, si hubiera luchado, si hubieran hablado, todo se podría haber arreglado y los dos afrontarían todas las dificultades juntos. Cuando salió del centro le buscó. Llamó a sus amigos. Montó guardia en su casa. Nadie sabía nada. No había rastro de él. Su número de teléfono era ahora de otro abonado. “Llegué a pensar que estabas muerto, y paseaba por los cementerios estudiando con temor los nombres de lápidas y nichos. Pero no figurabas en ninguno. ¿Dónde estabas? Con el tiempo perdí la esperanza y me refugié en la rutina del trabajo, la compañía de los amigos, y el calor de los recuerdos en los que te sentía abrazándome. ¿Cuántas veces no habré pensado en repetir aquel reencuentro? Quería lanzarme contra ti como en las películas romanticonas, y estrecharte contra mí con el convencimiento de que sólo la muerte nos separaría. ¿Has muerto en verdad? No tenía más que esos recuerdos y esperanzas vanas a las que aferrarme para no perderte. Así que pensé que no serían un obstáculo para mantener una nueva relación. Podían ser mi aliciente; mi refugio seguro en las horas bajas; la vida con la que siempre podría volver a soñar; mi último pensamiento cuando muera.

Cuando Carlos me pidió en matrimonio no supe decirle que no. No encontraba ningún motivo para negarme, porque no tenía ninguna evidencia de ti. Él ha estado siempre conmigo; ayudándome y preocupándose por lo que me sucedía. Tampoco me veía mayor y sola. Él me quiere... incluso me idolatra. Y yo me siento culpable porque solo le doy una parte de mi amor; la parte que no quisimos tener. Y a él le parece suficiente. El resto te lo entregué a ti. No me veía capaz de hacerlo resurgir. Pero nació mi hijo. No pude resistir la obviedad de ponerle tu nombre, pese a que mi marido pensaba cederle el suyo siguiendo la tradición familiar. Yo me opuse con firmeza y él claudicó porque me consiente todo. Lleva tu nombre porque no podía ser de otra manera: nació en el aniversario del día en que nos conocimos. Entonces hacía doce años.

Con mi hijo vi que era posible ceder una parte de ese amor que te tenía reservado. Pronunciar tu nombre mientras le miro, le abrazo y le beso me hace sentir tremendamente viva. También hace que te sienta vivo y a mi alrededor; cuidándonos.

Sé que odias las cartas, pero está necesitaba escribírtela. Ayer me crucé con uno de tus amigos en el metro. Él no me reconoció, pero yo a él sí. Mi necesidad de mantenerte en mi memoria me hace hipersensible a cualquier detalle relacionado contigo. Ese día mi hijo cumplía un año. Tenía que ser una señal. Se me ocurrió la locura de acercarme con mi hijo a tu casa, pero en cuanto vi el buzón mi ilusión se desmoronó. Sin embargo tu nombre seguía en su sitio. Nadie se ha mudado aquí. Tu ausencia era patente, pero al fin recibía un indicio de que podrías seguir existiendo.

En cuanto he vuelto a casa te he escrito. No sé si lo leerás alguna vez, o si esta carta caerá en manos de algún desconocido. Tenía que dejártela por si alguna vez vuelves de donde quiera que estás, y te preguntas qué ha sido de mí.

Sé que odias las cartas. Espero que no me odies por haber escrito ésta.

Te quiero hasta el fin."

Él llora con la carta en la mano.

5 comentarios:

  1. y llora porque su corazón ha detenido el tiempo mientras su cuerpo ha abandonado la vida. Y eso no es amor.

    ResponderEliminar
  2. Yo creo que es una historía de apego más que de amor. ni contigo ni sin tí.

    ResponderEliminar
  3. Esta historia no es más que la tranascripción de un sueño tremendamente vívido. Él llora porque no puede ser de otra manera.

    ResponderEliminar
  4. me gustan los amores imposibles,
    para leerlos
    para verlos en forma de peli y para vivirlos?
    una o dos veces en la vida
    porque agotan
    no?

    ResponderEliminar
  5. Muy cierto, son agotadores, pero su imposibilidad los hace irresistiblemente románticos.

    ResponderEliminar