martes, 6 de enero de 2009

Luis Zarcorta García (I)



Me llamo Luis Zarcorta García. En realidad es García Zarcorta, pero cambié el orden de los apellidos en honor a mi abuelo José. No quiero que se pierda el Zarcorta; es único. García ya hay demasiados. Mi madre, Antonia, no quiere saber nada de los García desde que se ha separado de Paco, mi padre. Se conocieron en un baile de las fiestas de Gràcia en 1968. Paco tenía 20 años y mi madre 17. La familia de ella había huido del hambre en México y había montado un taller de reparación de calzado siguiendo la tradición. El abuelo aseguraba que un mocasín confeccionado por un Zarcorta fue el primero en hollar tierra americana en los pies de Colón. Su mayor frustración era que no había varón entre su progenie, y ninguna de sus tres hijas tenía interés en dedicarse a los zapatos.

Mis abuelos paternos también habían llegado de fuera. Dejaron el campo manchego por la pujante industria automovilística de Catalunya. Mi padre ya trabajaba para la SEAT cuando sacó a mi madre a bailar un pasodoble. El noviazgo duró cuatro años. Al abuelo Zarcorta nunca le gustó Paco. Lo consideraba débil y mediocre y le dijo que su hija no se casaría hasta los 21 pensando que no tendría suficiente voluntad para retenerla.

La boda se celebró el 28 de agosto de 1972; en el aniversario de aquel primer baile. Mi madre estaba embarazada de dos meses. No se lo dijo a la familia por temor a la reacción de su padre. Contó a todo el mundo que yo era sietemesino, y que había nacido muy desarrollado por una bendición. Nadie se lo discutió porque el parto fue muy complicado. Nací el 4 de abril de 1973 y dejé a mi madre para el arrastre. Le anunciaron que no volvería a tener hijos.

El abuelo Zarcorta celebró la llegada de su único nieto varón. Tenía muchas esperanzas puestas en mí, para que perpetuara la gran tradición de zapateros de sus ancestros. Creo que empecé a decepcionarle cuando, a los dos años, aún no había aprendido a hablar. El abuelo montó un drama porque pensó que yo había salido retrasado, y culpó de ello a mi padre diciéndole: “Qué se podía esperar de alguien que sólo sirve para apretar tornillos.” Cuando consultaron con un médico, descubrieron que los problemas que tuve al nacer me habían dejado una secuela grave: no había dicho una palabra porque no podía oírla para imitarla. Mi sordera cayó como una bomba sobre todos, excepto el abuelo Zarcorta, que se congratuló de su herencia genética.

Durante mi niñez toda la familia me sobreprotegía. Les daba miedo que jugara con niños normales. Acudí a un centro de enseñanza especializada en sordomudos. Ahí, mientras aprendía a leer las palabras y los labios, a escribir y hablar sin oírme, descubrí mi amor por la letra impresa. Recuerdo cuando leí mi primer tebeo de Mortadelo y Filemón. ¡Qué maravilla saber con un vistazo todo lo que sucedía! En aquella época me divertía imaginando a la gente como personajes de un cómic animado. Veía surgir un enorme bocadillo de sus bocas abiertas con frases que inventaba y me hacían partirme de risa. Seguro que me tomaron por loco.

El piso de mis padres estaba en el barrio de Sants; al final de la calle Consell de Cent. El ascensor todavía tiene las paredes forradas con listones de madera. Yo no tenía paciencia para esperarlo. En cuanto volvía del colegio subía corriendo las escaleras hasta el segundo piso y me sentaba a ver los dibujos animados de la tarde (EL BOSQUE DE TAYAK, BANNER Y FLAPY, ULISES 31...) mientras merendaba pan con mantequilla y Cola-Cao. No tenía problemas con los estudios gracias a una memoria visual bien entrenada.

Mi madre, instada por el abuelo Zarcorta, se propuso formarme como buen católico para que pudiera tomar la primera comunión. Don Natalio, el párroco del barrio, fue mi catequista. El hombre le ponía buena voluntad, pero le costaba mucho que yo siguiera sus explicaciones porque no era capaz de quedarse quieto y hablarme a la cara. La divina providencia intercedió para conceder libertad de movimientos al cura con un intérprete. Se llamaba Ruth. Era la hermana mayor de Ignacio, un niño sordomudo dos años menor que yo. Ella había aprendido el lenguaje de signos y se ofreció a socorrer a Don Natalio traduciéndome todo lo que decía mientras deambulaba. Me pasé todo el curso de catecismo sin perder de vista a Ruth. Era preciosa, divertida y ocurrente. Cuando Don Natalio estaba especialmente aburrido con los pecados capitales ella dejaba de traducir sus palabras y me contaba un chiste, o me decía que se estaba durmiendo hasta el Cristo en la cruz. Tenía que luchar por no soltar una carcajada, porque me venían a la mente los bocadillos de los tebeos.

Ruth fue mi primer amor. ¿Quién sabe si hubiera sido la mujer de mi vida? A ella no le intimidaba mi sordera. Leíamos juntos las historietas de Ibáñez y de Superlópez. Incluso veía conmigo los dibujos de la tele y me traducía el “¿Qué hay de nuevo viejo?”. Era maravillosa. Después de hacer la comunión se acabó la mejor etapa de mi vida. Comenzaron las vacaciones y la familia de Ruth desapareció. Don Natalio me informó que se habían vuelto al pueblo de la madre, en Castellón. No he vuelto a saber de ella. También dejó de interesarme la religión, aunque todavía me meto en la iglesia esperando encontrar a una chica gesticulando junto a su hermano.

La ausencia de Ruth reforzó mi adoración por los libros y mi alejamiento de las personas en general y de los chicos de mi edad en particular. Mi padre estaba preocupado porque creía que me iba a ahogar por estar siempre encerrado. Me sacaba al campo con la sana intención de que me oxigenara y cogiera un poco de color. Él siempre ha sido un gran aficionado a las caminatas por la montaña. Su gran reto era completar la lista de las cimas más altas de todas las provincias españolas. Creo que le quedan 22. Me gustaba contemplar todos aquellos paisajes que mi padre me enseñaba, pero me aburría con él. Me empezaba a hablar del canto de los pájaros y no me hacía ninguna gracia. Vistos los resultados, creo que mi padre me ponía como excusa para salir de casa y alejarse de mi madre. Ella es una gran mujer, pero ha heredado el carácter Zarcorta, y eso no es malo si no te enfrentas a ella. Mi madre decidía todo lo concerniente a la casa, la familia y mi educación. Mi padre decidía no llevarle la contraria porque cualquier objeción era aplastada sin contemplaciones. Ya entonces me di cuenta que algo no funcionaba bien entre ellos. Creo que de ahí surgió mi interés por el estudio de la psicología. Me moría por saber qué ocurría dentro de ellos; si podía ayudarles de alguna manera; o si era el causante de sus angustias. Cuando les anuncié que quería estudiar psicología me sorprendió que los dos lo aprobaran sin reservas. Era una buena señal.

El abuelo Zarcorta, claro está, se sintió decepcionado porque no había conseguido despertar en mí la centenaria vocación zapatera. Yo obtuve una beca de estudios sin dificultad gracias a mis excelentes calificaciones en el instituto. La historia había sido mi fuerte.

Mi relación con los otros alumnos de la universidad no fue muy diferente a la del instituto. Aquí, si cabe, estaba más aislado de ellos porque la asistencia no era obligatoria. El primer día de clase hablaba con el profesor, le explicaba mi problema, y le pedía el programa de lecturas necesario para asimilar su asignatura. El tiempo de las clases me lo pasaba en la biblioteca de la facultad sumergido en Freud y Jung. Me sentía cómplice de todos aquellos grandes pensadores, tan solitarios y analíticos. Habían entregado su vida al estudio de la condición humana, y eso era lo que yo me proponía.

Fue durante mi época universitaria, con 21 años, cuando tuve mi primera experiencia sexual con una mujer. Aburrido de masturbarme, decidí que ya era la hora de abandonar la virginidad. Por mi carácter retraído no me atrevía a seducir a ninguna chica. Pensaba que las espantaría en cuanto se toparan con mi sordera. Odiaba esa mirada de sorpresa y conmiseración cuando las hablaba por primera vez. Debo tener una voz horrible. La prostituta que contraté no me puso cara rara. Me regaló una enorme sonrisa, me cogió la mano, y dulcemente me llevó a una habitación iluminada en rojo. Se sentó en la cama, dejó caer lo poco que llevaba encima y me esperó con las piernas abiertas hacia mí. Estaba muerto de vergüenza y muy excitado. Ella notó mi apuro, se acercó a mí, y comenzó a desvestirme y a acariciarme el miembro erecto. Cuando llegó al calzoncillo no pude soportarlo más; exploté. Ella rió de buena gana al comprobar lo sucedido. Me dijo que estuviera tranquilo, que me iba a hacer un hombre. Me acompañó a la ducha, me colocó un condón y lo hizo desaparecer en su boca. Casi me caigo de placer. Luego fuimos a la cama y acabé de comprender que aquello era mucho mejor que darle a la mano.

Todavía hoy busco la compañía de meretrices para desahogarme. Durante un par de años fue mi única relación con el sexo opuesto. Algunas ya me conocían y me preguntaban por mi vida, mis estudios, si tenía novia. Yo me apresuraba a decirles que no; que me gustaría pero no sabía cómo o acercarme a las mujeres sin asustarlas. Ellas me aseguraban que yo era suficientemente atractivo para ligar sin problemas. Me aconsejaron que fuera a las discotecas de noche y probara allí, que eran lugares donde la sordera no iba a desentonar. No entendí muy bien lo que me querían decir hasta que me presenté en un local de baile. Fue estupendo. Sentía una vibración por todo el cuerpo que reverberaba en el estómago, y me impelía a imitar a la multitud allí congregada, que se movía furibunda en un trance colectivo. Al poco se acercó un grupo de chicas a moverse frente a mí. Una de ellas no dejaba de mirarme. Leí en sus labios que le dijo a una amiga que estaba muy bueno y que me preguntara el nombre. Se aproximó a mi oído. Yo le indiqué que era sordo, le dije mi nombre, sonreí y le pregunté el suyo a su amiga. Se llamaba Carolina. Fue la primera vez que pude follar sin pagar a una profesional.

Tuve otros líos de discoteca, pero seguí visitando fulanas. Había ganado cierta familiaridad; una curiosa confianza que me impulsaba a sincerarme con ellas a sabiendas que no iban a censurarme. Para mí fueron mi mejor terapia. Nunca se lo dije a mis padres. No tanto por su reacción como por la del abuelo Zarcorta. Creía que si se enteraba hubiera sido capaz de cortarme los huevos. Pero un día coincidimos a frecuentar el mismo prostíbulo. El abuelo palideció y no se atrevió a hacerme ningún reproche. Como un acuerdo tácito los dos hemos guardado el secreto. Es curioso que, desde ese encuentro, mi abuelo me tiene en mejor consideración. Ya no me critica por desentenderme de su oficio. Creo que ha visto refrendadas sus esperanzas en que mi herencia genética es sin duda de un Zarcorta.


3 comentarios:

  1. Y este ¿en que cd del singstar está? ¿a quien le toca cantarlo? bss

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  2. Esto es una edición especial sólo para fanáticos. Seguro que Ismael quiere la revancha... ja, ja, ja.

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  3. una historia muy chula

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