sábado, 10 de enero de 2009

Pilar Trueba Ejea (I)


Mi nombre es Pilar Trueba. Soy hija de Pilar Ejea y Ramón Trueba. Mis padres se conocieron y casaron en el Puerto de Sagunto; una ciudad con un gran auge industrial gracias a la siderurgia. De hecho, mis abuelos vinieron con mi madre desde Daroca, en Zaragoza, por la prosperidad de la zona. El abuelo Ejea, Hilario, era ferroviario. Conducía los convoyes cargados de mineral que venían de la sierra de Albarracín. Mi abuela, Josefa, se entretenía cosiendo, y mi madre se puso a trabajar antes de sacarse el graduado escolar, cosa que le pesó muchos años después. Mi madre limpiaba las oficinas de los Altos Hornos del Mediterráneo gracias a la amistad de su padre con uno de los ingenieros. Fue allí donde conoció a mi padre, aunque no fuera allí donde conversaron por primera vez.

Mi padre nació en Reinosa, en Cantabria, durante la Guerra Civil. Nunca llegó a conocer a su padre, Vicente Trueba, porque murió en el conflicto luchando por los nacionales. Tampoco llegó a tener hermanos, aunque sí hermanastros; pero a éstos no los quiso conocer. Su madre se volvió a casar cuando él tenía catorce años. Nunca se lo perdonó. Abandonó Reinosa para no volver. Se fue a Bilbao, donde no tardó en encontrar trabajó en los Altos Hornos de Vizcaya. Cinco años después ya era encargado. Le propusieron ir a Valencia para hacerse cargo de la maquinaria nueva que iban a instalar allí y que conocía muy bien. No le costó aceptar.

Fue un baile en el casino de la cooperativa el que propició que mis padres pasaran del simple saludo en los pasillos de las oficinas. Después hubo muchos otros bailes y muchas películas de romanos y de John Wayne. La boda no se pudo hacer en Daroca, pero mi madre consiguió que se celebrara el día de nuestro santo, el doce de octubre de 1959. Al año siguiente nació Vicente, bautizado así en memoria del abuelo Trueba. En 1962 llegó Arturo. Yo asomé la cabeza el tres de enero de 1969. Mi primer recuerdo corresponde a la playa de El Puerto. Mis padres me dejaron avanzar con pasos tambaleantes por la arena, hasta que llegué a la orilla del mar. Cuando veo las fotos de ese día, me transporto a esa primera impresión de una inmensidad turquesa lamiéndome los pies. En mis momentos de crisis suelo soñar con ese momento de contacto con lo inabarcable.

El primer gran acontecimiento de mi vida fue el nacimiento de mi hermano Jaime en 1972. Dejaba de ser la hermanita pequeña a la que mis hermanos controlaban y pasaba a tener la responsabilidad de cuidar de otra persona. Cierto que esa responsabilidad me la puse yo solita, porque me gustaba imaginarme como una persona mayor a la que se debía respetar, y Jaime me siguió siempre incondicionalmente. Pasé más tiempo con él que con las niñas de mi edad. De hecho prefería jugar con los niños a las canicas y al fútbol, que andar saltando a la comba. Pasaba mucho tiempo en casa con mi hermanito, y aprendiendo las labores que mi madre realizaba. Vivíamos en un barrio obrero con todas las casas adosadas. Eran blancas, de dos plantas, y con un pequeño jardín en la trasera, adyacente a los de las otras casas. En verano todos los niños del barrio jugábamos en la calle, y nuestras madres nos llamaban a la hora de comer y cenar.

Todos los hermanos fuimos a un colegio público. Tampoco había otra opción. En cuanto acabó la E.G.B. Vicente se fue como aprendiz con mi padre y luego le siguió Arturo, aunque ambos tomaron caminos divergentes. Vicente era una fotocopia de mi padre en todo. Pero Arturo tenía sus propias ideas, que solían chocar con las de ellos. Acabó sindicándose en Comisiones Obreras. Mi padre no lo toleró. Prácticamente lo echó de casa. Años después supe que se fue a Barcelona y militó en el Partido Comunista. Yo no entendía muy bien quiénes eran esos Franco y Carrillo que tanto salían en sus discusiones mientras yo intentaba concentrarme en los deberes de matemáticas. Se me daba mejor la lengua y las ciencias sociales, pero nunca suspendí un examen. Bueno, excepto el de flauta. Adoraba la música, pero no entendía por qué el aprobado dependía de mi interpretación de la melodía “Amigo Félix” de Enrique y Ana. Todas esas horas llenando de babas un tubo de plástico frustraron cualquier deseo de acercarme a otro instrumento. Por suerte, tuve una afición que me llevó a mi actual profesión: la lectura. El día en que Javier me pasó el primer libro de la serie Los Cinco, de Enid Blyton, comprendí que yo quería ser una investigadora. Me junté con Javier y con otros chavales del colegio para formar nuestro propio Club de Los Cinco. Incluso obligábamos a venir con nosotros a Mazinger, el pastor alemán de Rafa. Nuestras aventuras no solían durar mucho, porque Mazinger siempre salía detrás de algún congénere. Más tarde descubrí a Agatha Christie y al gran Hercules Poirot, y dediqué muchas horas a estudiar todo lo que me rodeaba con una gran lupa.

Mi madre siempre estuvo encantada conmigo. Me bautizó siguiendo la tradición familiar, e intentó inculcarme su devoción a la patrona de Aragón. Yo le seguí el juego mientras fui pequeña, pero después de tomar la primera comunión me alejé para siempre de la doctrina católica. Sólo volvería a pisar iglesias en dos funerales, mi boda y el bautizo de Luis. Además, ¿por qué tenía que creer en alguien que no daba ninguna prueba de existir?, ¿por qué permitía tantos desmanes en su nombre? Mi madre sólo sabía encogerse de brazos y decirme que tendría sus razones.

Mi padre no me prodigó demasiados cariños. La mayor parte de su afecto se lo llevó Vicente, que estaba predestinado a trabajar con él. En mi veía poco más que una ayuda para su mujer y una futura preocupación para encontrarme marido. Yo le replicaba indignada, pero mi madre me daba puntapiés por debajo de la mesa y me instaba a no llevarle la contraria. Por desgracia, su relación conmigo sólo empeoró. El principal culpable fue el alcohol. Papá comenzó a llegar bebido los viernes. Al acabar la semana, se juntaba con sus compañeros e iban recorriendo todos los bares de una ruta prefijada. Entraba en casa cantando y riendo. Un día mi madre le riñó por orinar en un armario. Con el tiempo se acabaron las risas y empezaron los gritos. Se hicieron frecuentes las broncas a mi madre y a nosotros, los portazos, las bofetadas y las noches abrazada a Jaime. La peor parte llegó con el cierre de los altos hornos en 1984. Mi padre se hundió al verse en la calle con cuarenta y ocho años y cuatro hijos. Para mí murió entonces. Lo que hizo después de eso ya no se lo atribuyo a él, sino a la bebida. Sólo así puedo entender esa violencia en alguien a quien quería pese a su desprecio. Sólo así pude digerir algo que no sabe ni mi madre. Una noche, me sacó de la cama y me dijo que me iba a hacer un favor, que me iba a mostrar lo que los hombres querrían de mí. Todo su cuerpo apestaba a cerveza y su aliento a ginebra. Acababa de llover. Él me llevó al jardín. Yo estaba descalza y sentía la tierra húmeda. Por todas partes había lombrices arrastrándose; liberadas por el agua. Allí me quitó el pijama y me tocó los pechos de dieciséis años. Estaba temblando de frío y terror. Podía sentir el roce viscoso de las lombrices en mis pies. Me causaron mayor repugnancia que las beodas caricias de mi padre. Quería gritar, pero de mí sólo salieron lágrimas. Cuando me estaba bajando las bragas se paró repentinamente y se encorvó para vomitar. Yo recobré el control sobre mi cuerpo y salí corriendo a la cama de Jaime. No pegué ojo pensando que mi padre vendría a por mí. Todavía tengo pesadillas con eso. Pero él no se movió en toda la noche. Se quedó tendido sobre su bilis alcohólica. Dos años después murió de cirrosis.

No sabría decir si odio más la bebida por matar a mi padre o por lo que le hizo a Jaime. Tenía catorce años. Un conductor borracho lo atropelló cuando salió a correr con la bici. Adoraba el ciclismo. Quería ser como Perico Delgado. Desde entonces no puedo ver el alcohol, ni puedo tolerar a una persona bebida. Es superior a mis fuerzas. No lo pruebo ni para brindar en una boda y me da igual si les parezco asocial por eso.

Al entierro de mi padre acudió toda la familia Ejea, incluidos los abuelos que se habían vuelto a Daroca a pasar el retiro. De la familia Trueba no recibimos ninguna noticia. Fue la última ocasión en que vi juntos a mis hermanos. Estaban realmente afectados. Yo me sentí culpable por haber deseado su muerte tantas veces después de aquella noche. Se había ido sin poder hacer las paces y no supe intuir entonces el daño que me iba a provocar a la larga. Mi madre fue la más serena. Nadie más que ella había sufrido tanto con la enfermedad de su marido. Su muerte la recibió como un regalo; el fin de la angustia. Aprovechó la ocasión para hablar con los parientes de Zaragoza. Mi tía Enriqueta, viuda y sola, nos propuso trasladarnos a su casa para cambiar de aires. Como Vicente ya hacía su vida en el Puerto, y Arturo se volvía a Barcelona, no lo tuvimos que pensar demasiado.

En Zaragoza estudié Psicología, pero para hacer Criminología tuve que irme a Madrid. Estaba decidida a ser investigadora y nadie me desvió de ese propósito. En la facultad de Psicología tuve varios pretendientes, pero los rechacé sistemáticamente. Todavía me sentía sucia y avergonzada por el abuso de mi padre. Es curioso que finalmente fuera una persona mucho mayor que yo la que se llevara mi virginidad. Cualquier psicoanalista me saldría con lo del complejo edípico sublimado al acostarme con mi mentor. Juan Escudero fue mi profesor de Psicología Criminal en Madrid. Sus clases me fascinaban. Tenía la impresión que mi adorado Poirot se paseaba por el aula para compartir con sus alumnos los entresijos de la mente del asesino. Juan lo tuvo fácil conmigo, ya estaba enamorada de lo que el representaba antes de conocerlo. Yo tenía veintidós años y él cuarenta y siete. La primera vez que nos acostamos fue en el hotel Ritz. Juan me invitó a una cena repleta de ingredientes afrodisíacos: ostras, fresas, canela y champagne que, por supuesto, no tomé para sorpresa de Juan. Lo cierto es que no necesitaba nada de aquello para ponerme a tono. Me sentí intensamente erotizada desde su primera clase, pero le dejé jugar a conquistarme y que me hablara de los más famosos psicópatas de la historia del crimen. Ya en la habitación, le pedí que no me tocara, que necesitaba quitarme la ropa para él antes de entregarme. Estuvimos liados un par de años, y lo dejamos porque la relación no iba a ningún sitio. Él estaba casado y tenía dos hijos, y no los iba a dejar por mí. Yo tampoco estaba dispuesta a seguir escondiéndome. Además, tenía a Pedro.

Pedro Arganda compartía varias cosas conmigo: venía de Zaragoza, estudiaba Criminología, y vivíamos en el mismo piso junto a un andaluz y un burgalés. No me importaba ser la única mujer de la casa porque me recordaba a la vida con mis hermanos. Nunca me reí tanto como en aquella época. Hugo, el de Córdoba, hacía arte dramático y nos ofrecía monólogos surrealistas que se inspiraban en los hermanos Marx, los Monty Python y Woody Allen. Pedro le seguía el juego añadiéndose como personaje y disfrazándose de cualquier cosa. Ese buen ambiente me ayudó a superar el bajón de haber dejado a Juan. Pedro me acompañaba al cine y siempre alquilábamos películas de juicios y de psicópatas. Entonces bromeábamos sobre enfrentarnos a una mente retorcida y oscura como Jack el Destripador. Estaba tan a gusto con él que no me sorprendió encontrarme desnuda en su cama.

2 comentarios:

  1. De donde salen estas historias, tan historias?

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  2. Son personajes de películas que no han visto la luz. Los pobres están aburridos en su cajón, y he decidido dejar que tomen el aire y se presenten al mundo. Quizás un día tomen cuerpo en algún actor...

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