domingo, 11 de enero de 2009

Pilar Trueba Ejea (II)



En 1995 acabamos nuestra vida en Madrid, pero decidimos seguir juntos en Zaragoza. Nos presentamos a unas oposiciones para la Policía Nacional, pero sólo yo las pasé y él se metió a la Guardia Civil. Eso le frustró más de lo que se atrevió a expresar, aunque insistiera que estaba muy feliz por mí y se me declarara. Nos casamos el 26 de junio de 1996. La ceremonia tuvo dos ausencias notables: Vicente rehusó la invitación por el nacimiento de su segunda hija, y la tía Enriqueta no pudo aguantar viva para verme en el altar. Ahora pienso que aquella boda fue un nuevo error, demasiado precipitada, pero por otro lado siempre agradeceré a Pedro que me diera a Luis. Mi niño nació el 29 de agosto de 1998. Sin duda es lo mejor que me ha pasado en esta vida aunque la diabetes complicara su salud desde el primer día. Pasó un mes en la incubadora antes de que pudiera abrazarle.

Mientras estuve de baja por maternidad permanecí muy unida a Pedro. La enfermedad de nuestro hijo contribuyó a que pareciéramos una familia. Pero al volver al trabajo me alejé doblemente de él. Entregué mis energías en hacerme valer en la comisaría, y entregué mi cariño a Luis. Ahora entiendo que Pedro se sintiera desplazado y fuera a buscar protagonismo en otra relación, pero entonces no pude soportar que me traicionara. Lo que más me dolió no fue descubrir que había otra antes de que me lo dijera, sino que ese día apestara a vino barato. Eso me enfureció. Me mudé al instante con mi madre y le pedí el divorcio. Me decepcionó que no luchara por una segunda oportunidad. Sólo quería tener la certeza de que seguiría viendo a Luis. Mi única condición fue que no se acercara a él habiendo bebido. El divorcio se hizo efectivo en enero de este año, hace ocho meses.

En el Cuerpo comencé por cumplimentar denuncias y atestados, para luego realizar patrullas. Desde hace un año y medio soy la ayudante de Basilio Lorente, el inspector de homicidios de mi comisaría. Conseguí el puesto porque nadie más pasó las pruebas de acceso, y porque Juan envío, sin mi permiso, una carta de entusiasta recomendación al comisario jefe Conrado Villuercas. No sé si el gesto de Juan era un agradecimiento por los viejos tiempos o si de verdad cree en mi valía para un puesto tan complicado. Según él, soy ideal como futura inspectora porque me enfrento a las dificultades con serenidad y sangre fría. De hecho, las dificultades me estimulan, me hacen sentirme viva porque las asumo como un desafío, un reto que debo superar. Como el rechazo de mis compañeros. En la comisaría casi todos son varones y ven en mí a una advenediza indigna de compartir sus conversaciones sobre cilindradas, quinielas y conquistas. Me ponen negra cuando aparezco y preguntan mi opinión sobre el arbitraje del Levante-Osasuna, para reírse inmediatamente sin esperar respuesta alguna. No soporto su condescendencia. No me creen con agallas para enfrentarme a un cadáver. ¿Cuántos de ellos habrán presenciado una autopsia? Un día de estos les voy a contestar alguna barbaridad. De momento me callo para tener la fiesta en paz. El que lo paga es Roberto Cerezo, el agente que me acompaña ahora que Basilio se ha ido de vacaciones. Desde que entró en la comisaría hace dos años no ha hecho más que pavonear sus musculitos de gimnasio con la peregrina idea de impresionarme. A estas alturas piensa que soy lesbiana porque no sucumbo a sus encantos y yo nunca se lo he desmentido, incluso le sigo sus patéticos sarcasmos destinados a herirme y se los devuelvo corregidos y aumentados.

Me preocupa más lo que piense de mí el inspector, Basilio. No le queda mucho para jubilarse y no le hace ninguna gracia que vaya a ser yo la que herede su puesto. Le intimida mi determinación. No sabe asociarla con una mujer. Cree que es un capricho romántico lo que me ha traído a esta profesión. Le cuesta enseñarme lo que sabe. Lo hace a regañadientes y se ciñe siempre a los procesos estipulados por el Cuerpo. Parece más un burócrata cumplimentando formularios que un investigador atento a cualquier posible evidencia. Cada vez que intento sugerir otra explicación plausible la sepulta bajo un exabrupto que remarca mi inexperiencia, y censura mi opinión por fantasiosa, e incoherente con la seriedad que presume el cargo. Desea que me equivoque para saltarme encima, pero ya he aprendido a dejar que dé su parecer antes de posicionarme.

Me molesta que la gente juzgue por las apariencias sin detenerse a cavilar más allá de sus prejuicios. Mi uniforme despierta adhesiones y rechazos que no controlo y que detesto por igual. Algunos me acusan de representar al aparato represor del sistema, y otros me ensalzan por librar a España de la chusma criminal. A pesar de todo esto me encanta mi trabajo y me siento bien con el uniforme. Me relajaría más saber que mis compañeros me respetan y me apoyan, y espero conseguirlo algún día. Sería también menos frustrante que mi sueldo no disminuyera por mi sexo, ya que en los impuestos me deducen el mismo porcentaje sin atender a ello.

Cuando no llevo el uniforme mi tiempo es para Luis. Mi madre me anima para dejarlo más con ella y que yo salga más, que conozca algún hombre o que haga amigos. Me ve muy sola, pero yo no necesito a nadie más. No me gustan nada las discotecas, ni las multitudes, ni que me toque un extraño, ni el ruido. Y no bebo, ni soporto estar con gente que bebe. No tengo sitio en la ajetreada vida social. Prefiero alquilarme películas de Woody Allen, cuidar mis plantas mientras escucho música clásica, o leer El País empezando por la última página. Cuando necesito un amigo siempre acudo a Juan. Solemos comer juntos una vez al mes. Hablamos sobre Amnistía Internacional y su lucha por los derechos humanos que los dos apoyamos como colaboradores. Conoce mis manías y sabe que no tolero la mentira y la injusticia. Aunque él tampoco sabe que mi miedo a ser vulnerable está relacionado con mi padre. Ojalá alguien se atreviese a ver más allá de esta coraza que me he fabricado y descubriese la pasión que oculto por la vida y por la gente. Tiemblo imaginándome herida y sin defensa. ¿Por qué no desaparece el sufrimiento de la condición humana? ¿Por qué no seguimos el ejemplo de paz y tolerancia de Gandhi y Luther King? ¿Por qué mi hijo debe inyectarse insulina para seguir vivo? A veces sueño que ya no dependemos de las jeringuillas y podemos viajar los dos y ver el mundo.

No soy tan cariñosa con Luis como podría serlo. Pero yo lo quiero de verdad y no quiero a un niño blandengue y consentido que consigue todo llorando y que cuando crece solo recibe palos de la vida, que no atiende a sus llantos. Luis me tiene desconcertada, supongo que la diabetes lo ha hecho maduro para su edad, pero en su mirada hay un poso de melancolía que no es propio de un mocoso. ¿Y si soy demasiado dura? Mi madre me lo reprocha continuamente. No me resulta fácil dar ni recibir cariño, ni dar ni recibir confianza. El lastre que me supone el recuerdo de mi padre me puede acabar por hundir. Necesito desprenderme de él y desahogarme. Me miro al espejo y me veo menuda, de constitución fina. Con el pelo corto y castaño, los ojos verde oliva y esa mirada fría e imperturbable. Tan aseada y pulcra como siempre. Con mis pantalones y mi ropa de colores discretos para no llamar la atención. Me miro y no consigo llorar.

Después de ocho meses ayudando a Basilio e intentando que me considere su aprendiz, me ha llegado la hora de demostrar lo que valgo. Basilio se ha ido de vacaciones todo el mes de agosto, y yo las cogeré en septiembre. Durante cuatro semanas seré yo la responsable del departamento de homicidios. Conrado no cree que haya grandes problemas porque en agosto la ciudad se vacía y no pasa gran cosa. De cualquier modo, el caso Gilera lo llevo yo ahora. Ernesto Gilera, un conductor de autobús de cincuenta y tres años, mató a su mujer con el cuchillo del jamón y luego llamó a la policía para entregarse. Basilio me traspasó el sumario ayer. Tengo las declaraciones de sus tres hijos y cinco vecinos del inmueble. Según la confesión del propio Ernesto: no sabe cómo pudo hacer aquello. Dice que acabó su turno a las diez de la noche y luego se fue con sus compañeros a varios bares. A las doce y media se registró su llamada a comisaría. Según sus hijos Ernesto llegaba a casa borracho con frecuencia y en ese estado era violento con su madre y con ellos. Ya habían denunciado palizas en tres ocasiones y lamentan que no hayan servido para evitar esta muerte. Lo terrible de este asunto es que, a pesar de las evidencias, este individuo verá rebajada su condena por estar bajo los efectos del alcohol. Suerte que la bebida acabó con mi padre antes.

Mañana a las cinco tengo que llevar a Luis al hospital a hacerse unas pruebas. El doctor Castillo es un gran endocrino y un experto en diabetes. Lleva el historial de mi hijo desde que nació. Espero que todo esté en sus niveles normales. Luis empezará la escuela dentro de un mes y no quiero que una complicación lo retrase. En septiembre, como tengo vacaciones, podré seguir de cerca su integración como alumno. No creo que me monte ningún escándalo cuando lo deje en la puerta. Está preparado para eso porque no me ve demasiado. Me preocupa más como se tomarán sus compañeros lo de pincharse. Ya veremos. Pedro ha quedado en recoger a Luis y pasar por la comisaría a las cuatro. Mañana me espera un día complicado.


1 comentario: