lunes, 19 de enero de 2009

Elías Broncelli


Mi nombre es Elías Broncelli. Me asomé al mundo el 14 de julio de 1945, un año después de la liberación del régimen de Mussolini. Nací en la mansión Broncelli, en Florencia, entre la colección de pinturas y esculturas de mis padres, Dante y Renata. Eran marchantes de arte. Se conocieron en una subasta de barroco italiano. Los dos pujaron por el mismo Tiziano. Afortunadamente, se enamoraron antes de arruinarse con la compra, y el cuadro pasó a ser la joya más valiosa de su colección privada. Se casaron en 1939. Mi abuelo, Salvatore Broncelli, tuvo que ejercer toda su influencia para que mi padre no fuera enviado al frente abisinio. Aunque fui a la escuela, mis padres no se conformaban con la educación que allí recibía. Hicieron todo lo posible por trasladarme su amor al arte y a la música. Mi madre tocaba el piano y mi padre cantaba. Se esforzaron mucho en explicarme la gran suerte que tenía de vivir así, cuando había tanta miseria en el país. Para ellos el arte hacía la vida más bella a los demás. Un artista tenía un deber casi sagrado de propagar su arte generosamente, sin escatimar su genio. Las obras han de manar como una fuente, me decían, no puedes embalsarlas. Tienes un don y has de ser consecuente con él. No lo escatimes a los demás. Ese don era la música.

No tuve hermanos. Una infección tras mi nacimiento fue la causa. Mi madre se sentía culpable por no poder ofrecerlos, pero mi padre siempre le espetaba que ya había parido una obra de arte y que era dichoso por poder verla crecer. Los adoraba. Eran mis verdaderos maestros y más tarde fueron mis mayores amigos. Recuerdo su inmensa felicidad al ofrecerles mi primera interpretación de violín. El instrumento había pertenecido al bisabuelo Taschi, el abuelo de mi madre, y ya no me despegué de él.

En la escuela nunca tuve problemas con las asignaturas, aunque sí alguno con los profesores. En concreto con el señor Finguione, de historia, con el que tuve varias discusiones acerca de hechos que mis padres me detallaban en su formación paralela. Algunos alumnos me tenían manía porque lo sabía todo, pero era más fuerte su admiración por alguien capaz de enfrentarse a Finguione. Además, en los recreos los distraía con juegos de manos, acertijos cómicos y mis imitaciones de todo el profesorado.

A los cinco años entré en el conservatorio. Cada domingo mis padres se sentaban en el salón del Tiziano para escuchar mis progresos. Siempre pedían bises de los conciertos de Vivaldi y Albinoni y yo les complacía. Hasta que, a los dieciséis años, Ángela Branduardi me abrió la puerta hacia otra dimensión. Ángela tenía dos años más que yo y estudiaba chelo. Era nuestro último año en el conservatorio, y los dos obtuvimos la mejor nota en el examen final. Como marcaba la tradición del centro, el ganador ofrecía un concierto en el teatro de la ciudad. En esa ocasión un dueto de violin y chelo de Brahms. Después de la representación me llevó a su casa para enseñarme algo. Sus padres estaban ocupados hasta tarde en una fiesta en honor al embajador estadounidense. En el tocadiscos de Ángela las voces de dos violines se enzarzaban en un juego desenfrenado de seducción mutua. Aquellos sonidos retorcidos, revoltosos y llenos de lujuria me hipnotizaron sin remedio. Mi erección fue fulminante y devastadora. Apuntaba directamente a Ángela, pero yo no sentí vergüenza y ella tampoco apartó la mirada. Esa noche descubrí a Béla Bartók.

Fue mi obsesión por Bela la que me condujo hacia Paloma. Cuando acabé las clases me sumergí de lleno en la música. Conseguí todas las partituras del maestro Bartók y me encerré con ellas para memorizarlas y ejecutarlas con la intención de profundizar en sus enmarañados secretos. Si el artista dejaba manar su genio como una fuente, este lo hacía como una atronadora catarata que embargaba mis sentidos. Dejé de lado el barroco que tanto apreciaban mis padres y me entregué a su repertorio. Ellos no me ocultaron su preocupación por mi obsesivo comportamiento, pero no se inmiscuyeron. Sabían que estaba buscando mi camino.

Tras ofrecer conciertos por todo el norte del país, conseguí un contrato como solista para la orquesta del Teatro de la Scala de Milán. Fue una gran oportunidad profesional, pero no me sentía completo con Verdi, Rossini, Mozart y Schubert. Me faltaba Béla. A él acudía cada noche en soledad, o ante mis admiradas conquistas. En mi mente iba naciendo la idea de montar mi propio cuarteto de cuerda. Para el chelo pensé inmediatamente en Ángela Branduardi, que se entusiasmó con mi proyecto. Ángela tenía entonces veintidós espléndidos años y un anillo de compromiso con su novio de toda la vida. No volvimos a engañar al pobre Piero, pero aquella noche de pasión con Béla nos otorgaba una mágica complicidad en el escenario. Para la viola y el segundo violín obtuvimos el concurso de otros dos músicos de la Scala: Margheritta y Roberto. En las temporadas de descanso de nuestra orquesta salíamos a ofrecer recitales por las salas de conciertos de Roma, Viena, Berlín, París y Lyon. En uno de estos viajes recalamos en Oviedo, en el teatro Campoamor. Béla me había llevado hasta Paloma.

Ya en el camerino, vino a verme con lágrimas en los ojos y sin acertar a pronunciar dos palabras seguidas. Qué inolvidable fue verla aparecer balbuceando con su cámara de fotos colgando del cuello: maestro, excusi, magnífico... Estaba tan cautivado que no pude reprimir invitarla al café del teatro. Y ella estaba tan nerviosa que respondió afirmando con la cabeza mientras apretaba el obturador. Paloma consiguió destrabar su lengua para describir lo que había sentido al escucharme. Esa charla en el café fue el momento más glorioso de mi vida. No captaba el significado de todos los adjetivos, porque mi castellano no iba más allá del buenos días-gracias-por favor-adiós, pero era tan hermosa que me hubiera quedado allí toda la vida imaginándome las palabras maravillosas que me dedicaba.

Mis padres se llevaron un disgusto cuando les anuncié mi intención de fijar mi residencia en España. Creían que iba a echar por la borda un brillante porvenir en la escena italiana, pero me vieron serio y decidido a labrarme un futuro junto a Paloma, y se resignaron con mi elección. El 19 de septiembre de 1972, un año después de conocernos, se ofició la misa por nuestra boda en la iglesia de Nuestra Señora del Naranco. Al conocer a Paloma, mis padres entendieron que no quisiera separarme de ella.

Los primeros años de matrimonio fueron hermosos pero difíciles. Paloma daba clases de música en un instituto de Oviedo y se entregaba a su pasión por los collages fotográficos. Yo acepté un puesto en la orquesta local. Al principio parecía que viviéramos una fantástica ensoñación en la que los dos nos alimentábamos de amor y música, pero yo estaba encerrando mi propio genio artístico entre las estrecheces de una orquestilla de provincias, y no lo pude contener cuando me ofrecieron formar parte de la Orquesta Ciutat de Barcelona. Dije que sí antes de consultarlo con Paloma, y no supe entender su enfado al comunicárselo. Le reproché el haber abandonado mi posición privilegiada en Italia y haberme alejado de mis padres. Aquello le dolió tanto que, sin dirigirme la palabra, se fue de casa con un sonoro portazo. Mientras la oía bajar las escaleras a toda prisa supe que me había pasado y que la podía perder. Salí a buscarla bajo la lluvia gritando su nombre. Ella no se detuvo. Temí que no me lo perdonara nunca. Conseguí alcanzarla y le aseguré que renunciaría a esa oferta, que sentía haberla herido, que no soportaba la idea de vivir sin ella. Paloma me miró, con las lágrimas fundiéndose con la lluvia, y me tapó la boca. No quería que dejara escapar esa oportunidad, ni quería dejarme, sólo que la abrazara de una vez. Así, empapados, decidimos trasladarnos a Barcelona.

Bela nació el 14 de agosto de 1975. Era una niña despierta y risueña que se puso a tararear antes de pronunciar ninguna palabra. Mi padre estaba encantado con ella. La enseñaba a cantar arias de Verdi con sólo dos años. Bela no podía ver muy a menudo a sus abuelos porque Paloma tenía pánico a los aviones. Teníamos que ir hasta Asturias en coche tres veces al año. En cambio, a Florencia sólo fuimos un par de veces. Era más fácil que nos visitaran mis padres. En Barcelona, mi reputación como solista me permitió volver a formar un cuarteto de cuerda con grandes músicos. Con ellos empecé a ensayar las obras que había compuesto en mis años en España. Paloma me anunció el día del estreno que Bela tendría un hermano. Estaba pletórico. Pero mi felicidad había tocado techo.

El 23 de abril de 1981 toda mi vida dio un vuelco. Volvíamos de Asturias, de pasar la Pascua con mis suegros. Estaba anocheciendo mientras atravesábamos los Monegros, un desierto entre Zaragoza y Huesca. Yo estaba impaciente por llegar a casa porque al día siguiente ofrecía un recital en el Liceu con mi cuarteto. Bela cantaba y se balanceaba en el asiento de atrás. Paloma seguía las melodías que proponía nuestra hija. No llevaba puesto el cinturón porque le apretaba demasiado su tripa de siete meses. ¿Por qué no la obligué a abrochárselo? Me distraje un segundo viéndolas cantar y cuando devolví mis ojos a la carretera, allí había una curva repentina a la derecha. Una mujer se quedó paralizada al borde del asfalto. En vez de tomar la curva, di un volantazo a la izquierda para no atropellar a la muchacha. ¿Por qué tuve que evitarla? El coche cruzó toda la calzada y se estrelló contra un árbol seco. Desperté en la ambulancia con el rostro de una jovencita surcado por regueros negros de rimel. Me dio las gracias por haber salvado su vida. Vestía demasiado ligera para la época. Una minifalda negra de un material plástico y brillante, con cortes en ambos lados para permitir una mejor visión de sus muslos, embutidos en unas medias rosas. Algún enfermero le había dejado su chaqueta para cubrir sus hombros y espalda, que se adivinaban desnudos. Más tarde supe que el nombre de aquella chica era Marina, aunque profesionalmente la conocían como Barbarella. Tenía entonces dieciocho años. Pero en ese momento yo estaba más interesado en saber sobre mi mujer y mi hija. Sólo me comunicaron que iban en otro vehículo.

Fue un golpe terrible asimilar la muerte de Béla y de la criatura que llevaba Paloma. Los médicos me anunciaron que mi mujer estaba viva, pero en coma a causa del traumatismo craneoencefálico. No sabían si saldría de ese estado, ni me dieron ninguna garantía de que si despertaba no sufriera daños irreversibles. Ahora sé que hubiera sido mejor que muriese también entonces. Cuánto sufrimiento nos habríamos ahorrado. La tragedia me había hecho olvidar que yo también estaba herido por el accidente; con una herida mortal para mi profesión: me había seccionado los ligamentos de tres dedos de la mano izquierda. No podría tocar el violín. No podría tocar a Béla. Estaba acabado como músico. ¿Qué sentido podía tener para mí la vida en aquel momento? Quise abandonar el mundo cortándome las muñecas, pero alguna enfermera debió encontrarme a tiempo.

No volví a intentar el suicidio porque la idea de que Paloma llegara a despertar, y yo no estuviera allí para verlo, me anclaba a su lado. En la negrura de todos estos años esa ha sido la esperanza que me ha mantenido en este mundo. Su rostro abriendo los ojos y sonriéndome ha sido la imagen más repetida en mis sueños. Con su cámara he ido retratándola una vez al mes, en cada visita, imaginándome siempre que el flash la haría parpadear. Es turbador contemplar el centenar de fotos que guardo de Paloma. Me hace pensar en un cadáver que envejece. Como si el proceso de degradación del cuerpo se hubiera ralentizado y me recordara mi propio declive. ¿Acaso no nacemos para morir? Vivir es una cuenta atrás con un único sentido: llegar al cero. Cada día me he sentido a sólo unas centésimas de la nada.

1 comentario:

  1. Si,pero esas centesimas son las que marcan la diferencia

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