miércoles, 7 de enero de 2009

Luis Zarcorta García (II)


Cuando conseguí la licenciatura, invertí dos años en preparar mi tesis doctoral. El tema escogido fue la evolución de la disciplina psicológica y sus vías futuras. Mi exposición comenzaba con el primer psicólogo de la historia humana: el chamán de las tribus prehistóricas que ayudaba a sus semejantes proporcionándoles confianza en sí mismos. Para mí esa es la esencia de mi profesión. En el fondo no hemos cambiado tanto. Las personas acuden a nosotros cuando se sienten inseguras y llenas de dudas. Dejamos que expresen todos sus temores y anhelos. Les convencemos de que ellos, y sólo ellos, pueden enfrentarse a sus traumas. Y después de cada sesión los enviamos a la jungla urbana creyéndose seres únicos y autosuficientes. En realidad dependen totalmente de nosotros. Necesitan su dosis periódica para descargar sus inagotables frustraciones; para certificar que sus decisiones son correctas y sus actitudes han cambiado; para sincerarse sin censura. Claro que esto no lo incluí en mi tesis.

Seguí mi disertación abogando por una nueva psicología que explorara a fondo las asombrosas posibilidades de la mente humana, y las aplicara desde la infancia. Frente a la función terapéutica, habría que trabajar su potencial didáctico: lo que los griegos denominaban psicagogia, o el arte de conducir y educar el alma. El día de mañana un psicólogo no sería tan solo un curandero; se convertiría en un formador del espíritu. Así la raza humana estaría preparada para dar el salto evolutivo que daría lugar a una especie perfeccionada y capaz de afrontar todo tipo de desafíos. Pasaríamos del Homo sapiens al Homo magnificens. El tribunal aplaudió convencido mi tesis, identificándose con ese ser superior prometido, y me otorgó el Cum laude. Entonces creía en aquello que había contado. Pero mi trato diario con las magníficas mentes del Homo sapiens ha minado mis ingenuas esperanzas en una utópica mejora de nuestra especie. Cómo diría Einstein: “Sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y de lo primero no estoy seguro.”

Conseguí una plaza como catedrático en la facultad de Psicología de la Universidad de Barcelona. Allí llevo cuatro años impartiendo clases de Historia de la psicología. De vez en cuando tengo algún lío con una alumna. Las cautivo cuando vienen a consultarme al despacho. Sé que están desesperadas. Mi asignatura es un hueso difícil de tragar, y muchas prefieren tragarse otras cosas por conseguir un aprobado. No me aprovecho directamente de su desesperación. Bueno, no siempre. Si la criatura merece la pena me ofrezco a ayudarla como algo extra-profesional. Le digo que estoy seguro de que va a ser una gran psicóloga y la apruebo, a cambio de que me visite fuera de clase para supervisar cómo ha asimilado la materia. Todas estas atenciones tienen un premio. En este curso recibo el agradecimiento de Carla; una solícita jovencita que me sorprende con habilidades nada comunes a los diecinueve años.

Gracias a lo que había ahorrado con mi sueldo de catedrático logré abrir mi propia consulta. Me sorprendió la inesperada generosidad del abuelo Zarcorta, que me cedió el bajo donde había estado su zapatería cuando se jubiló. Decía que prefería que se llenase de chalados a mi cargo, antes de que cualquier advenedizo se apropiara de ella y osara continuar con el negocio y usurparle su clientela. De cualquier modo, la gente aún le lleva sus zapatos a casa. Desde que murió la abuela eso le ha mantenido ocupado. La nostalgia le trae a menudo a la consulta. La nostalgia y los pechos de Sonia, mi secretaria. Tenía complejo de plana y se colocó silicona hasta llegar a la talla cien. El abuelo no pierde ocasión de piropearla. Ella tiene un gran sentido del humor. Le sigue el juego, le ríe las gracias y finge con simpatía que se siente atraída por él. ¿Y por mí? Me encantaría saciarme entre sus valles pero nada más. Tengo miedo que ella quisiera algo más serio y ya tengo suficiente con la obsesión matrimonial de Alicia. No quiero perder a una secretaria tan competente por un desahogo. Para eso ya tengo a Carla.

Alicia es mi novia oficial desde hace año y medio. La conocí en la biblioteca nacional. Ella trabaja de funcionaria atendiendo a los lectores. Las bibliotecas siempre han sido un refugio para mí. Cómo no sentirme a gusto en un lugar abarrotado de libros y en el que la norma principal es guardar silencio. El día que encontré a Alicia, acababa de ocupar su plaza tras opositar con 23 años. Enseguida me llamó la atención. Era la empleada más sexy que había visto ahí. Tenía que conquistarla. Con el interés centrado en que me viera, cogí algunos libros en préstamo, olvidé premeditadamente mi cartera y me dirigí a la salida. Alicia me contó que intentó que me diera la vuelta diciendo “perdone”. Cómo yo no me detuve comenzó a soltar “perdones” cada vez más sonoros, hasta que tanto los lectores como sus compañeros la acabaron chistando. Ella salió corriendo cartera en mano hasta que me alcanzó. Yo se lo agradecí y le explique lo de mi sordera. Esta revelación la desarmó y le provocó un espontáneo e irrefrenable ataque de risa. Sus carcajadas me contagiaron y levantaron una nueva oleada de chisteos indignados.

Congeniamos enseguida. Me llevaba a ver películas mudas a la filmoteca. Nunca he reído tanto como con las andanzas de Buster Keaton, Harold Lloyd, Chaplin y Jacques Tati. ¿Por qué no hay películas así ahora? También me gustan las películas de artes marciales y las musicales. Evidentemente es el baile lo que me apasiona de estos géneros. En ambos los movimientos están coreografiados. Una de mis mayores fantasías es que soy Gene Kelly en “CANTANDO BAJO LA LLUVIA”, me oigo cantar y salto de alegría en todos los charcos. Alicia me enseñó a bailar el vals, el pasodoble y el cha-cha-chá. Son bailes en los que es fácil aprender los pasos. El truco está en no perder el ritmo, y ella me lo marcaba con golpecitos en mi mano. Yo envidiaba a mis padres cuando se marcaban un tango en las fiestas de Gràcia. Siempre han acudido allí a celebrar su aniversario. Hasta hace cinco años. Poco después de que muriera la abuela Zarcorta mis padres decidieron separarse. Se dieron cuenta que no eran felices juntos y que ya no me iba suponer un trauma su divorcio. Ya me lo esperaba. Con un psicólogo en casa no podían ocultármelo. Mi padre se trasladó a Gràcia, a la casa de los abuelos García, que obtuvo en herencia tras su muerte. Yo me quedé con mi madre en Consell de Cent. A mi padre lo veo de vez en cuando. Me sigue proponiendo que le acompañe a sus excursiones montañeras y yo utilizo a Alicia de excusa para no ir.

Alicia quiere vivir conmigo porque está harta de esperar a que no esté mi madre en casa para tener intimidad. Yo no tengo coche (no puedo conducir) y no siempre se puede pagar un hotel. A ella le gustaría casarse y tener hijos. Eso me aterroriza. No me considero preparado para un compromiso tan profundo y definitivo. Ella me gusta mucho y le estoy siguiendo la corriente porque tampoco quiero perderla. De momento le doy largas con el piso porque el tema está realmente complicado. Ella se lo ha tomado como un desafío y se empeña en que visitemos un apartamento a la semana. Me ha asegurado que este viernes veremos algo definitivo. Dice que es ideal: metro a dos pasos, guardería en la misma manzana, orientado al sur, armarios empotrados, parquet y “sólo” cuarenta millones. Espero que haya algo que no le guste. Encima, luego cenamos en casa de Sebastián y Lucía. Eso significa que tendremos comida exótica y sesión de diapositivas de su último viaje a Nepal, Zimbabwe o las islas Galápagos. Sebastián me mirará con su cara de pena y me dirá: “¡Qué lástima que os lo perdierais! Tenéis que ir.” Le estrangularía. Odio esas visitas más que corregir exámenes, ir al dentista o cocinar.

Con Alicia sólo he hecho un viaje. Fuimos en autobús al pueblo de sus padres, Pancrudo; un rincón perdido de Teruel donde hace frío hasta en el mes de agosto. Que lugar tan aburrido. Sólo podías contar ovejas y moscas. Por suerte teníamos la casa para nosotros y nos pasamos las dos semanas follando. Debería haber inmortalizado todas las posturas en dispositivas. Les hubiera dicho a ese par de membrillos trotamundos que fue una lástima que se lo perdieran. No sé qué ha visto Alicia en ellos. Ella me reprocha que yo no tenga mis propios amigos para quedar y salir juntos. Adoraría poder ir de copas con Borges, Cortázar, Cervantes o Jan, el creador de Superlópez, que también es sordo. Seguro que ellos contarían cosas más interesantes que Sebastián y Lucía. En lo más profundo sé que lleva razón y debería tener algún amigo. Pero no sé cómo abrirme a la gente. Amistad significa sinceridad y confianza, y yo no me atrevo a ser sincero ni con un psicólogo. Soy carne de terapeuta pero nunca acudiría a uno. Me encanta saber lo que piensan los demás. Disfruto realmente con ello. Por eso no soporto la idea de que alguien disfrute sabiendo lo que yo pienso. Tengo una pesadilla recurrente en la que salgo a la calle completamente desnudo y no puedo esconderme. Voy a dar clase delante de todos mis alumnos y me doy cuenta que entre ellos está don Natalio y Ruth. Entonces me despierto. ¿Dónde estará Ruth?

Mañana iré a una conferencia de uno de esos científicos iluminados que todavía cree que la mente tiene un potencial inmenso desaprovechado. Eso pensaba yo. Si tuviéramos ese potencial por qué no lo estamos usando. Seguro que a todos nos gustaría comunicarnos por telepatía, mover objetos u obtener conocimiento a través del contacto con los enseres que han tocado otros. Yo me he pasado años concentrando mis esfuerzos en que los demás supieran lo que yo quería decir. Mi mente no ha parado de enviar mensajes a Ruth preguntándole dónde estaba, si estaba bien y si se acordaba de mí. Aún espero respuesta.

Ruth... ¿Te volveré a ver alguna vez?

3 comentarios:

  1. supongo que sigue, bueno espero que siga
    de donde sale luis gacia zacorta?
    anda cuentamelo
    un beso

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  2. ah! por cierto estas equivocado
    que fuerte, jeje
    esto merece una conversa
    jeje

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  3. Equivocado con respecto a qué? Ya me lo dirás. Luis es un personaje que debería protagonizar una película. Esta historia resume su vida hasta el momento en que arrancaría la peli.

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